Jorge

Revista Qué Pasa, martes 22 de octubre de 2013


Mientras cuenta los días para que termine su período como embajador en Francia, el escritor insiste en que no está para encasillamientos políticos y se declara independiente. Y entrega detalles sobre la mujer que lo tiene obsesionado: María Edwards, la protagonista de su próxima novela.
© Jeremías González

“Soy un esclavo de lujo”, dice Jorge Edwards (82), mientras toma su té en el comedor de la embajada de Chile en Francia. La casona, de muros de madera esculpida del siglo XVIII, tiene más de mansión que de cárcel, pero en la escritura de Edwards los apelativos para este lugar no han sido del todo halagadores. En Adiós poeta, era el “mausoleo” donde vivía el embajador Pablo Neruda en los 70, y en Diálogos en un tejado era “escenario y purgatorio” de historias de su pasado. La primera vez que llegó a este hôtel particulier del distrito VII de París, el barrio burgués de la Torre Eiffel y Les Invalides, fue en 1962, como secretario del embajador durante el gobierno de Jorge Alessandri. Luego volvió en los tiempos de Allende como el brazo derecho de Neruda. La tercera, en 2010, fue la vencida. Pero la diplomacia lo tiene agotado. “Estoy impaciente por terminar mi embajada”, se queja.

“Cuando vine a trabajar acá con Neruda, yo sabía lo que era un poeta y sabía lo que era un diplomático, porque hice carrera y soy abogado. Tenía más idea de la burocracia que él, así que trataba de no molestarlo. Pero ahora no tengo un Jorge Edwards que me ayude”, se lamenta el novelista. Es por ello que ha debido reorganizar su vida para no dejar de lado la literatura. La diplomacia lo encerró en una jaula de oro, pero también le dio disciplina: “Todos los días me levanto a escribir en la madrugada. Es la hora en la que encuentro mayor concentración. De joven fui trasnochador loco. Pero ahora no me gusta. Lo que más me carga es que me conviden a comer. Hacer sobremesa me mata. Pondré un aviso que diga ‘no invitar a comer’”. 

Ser escritor y cargar el peso de los grandes premios literarios de Hispanoamérica y Chile -el Premio Cervantes, el Premio Planeta, el Premio Nacional de Literatura- impone una rutina tanto o más cansadora que la diplomacia, porque involucra giras internacionales, charlas, clases en universidades, ceremonias de premiación y discursos. La semana pasada, Edwards estuvo en el sur de España y en Madrid, donde se quedará hasta comienzos de noviembre para recibir el galardón Mariano de Cavia de manos de la reina Sofía. El 16 de ese mes viajará a la Feria del Libro de Miami y el 20 estará en Chile para participar en un ciclo de conferencias  en la Biblioteca Nacional.     

“Si juntamos todo lo que tengo que hacer como escritor, más la embajada, es mucho. Pero me las he arreglado”, asegura Edwards, que además ha estado pendiente de las traducciones de Persona non grata al japonés y de El origen del mundo al portugués. Tiempo para escribir le queda poco, pero ha sabido aprovecharlo. En su estadía en París, publicó su libro de memorias Los círculos morados, una novela corta titulada El descubrimiento de la pintura y hoy está trabajando en un nuevo proyecto. “En las últimas dos décadas he publicado un montón. Me puse a escribir más de viejo que de joven”, dice Edwards, quien ha dedicado su vida a novelar la historia privada de la burguesía chilena.

La heroína que lo ha salvado del tedio es María, una mujer que le ha quitado el sueño durante un año y medio. Se trata del personaje de su próxima novela, Retrato de María, la historia de una pariente lejana, hermana de Agustín Edwards Mac-Clure, que salvó a niños judíos durante la ocupación nazi en Francia. “No quiero hablar mucho del personaje porque todavía produce mucho nerviosismo. Ya sabes lo que es escribir en Chile cuando hay familias detrás”, se excusa. Pero no puede frenar su entusiasmo al hablar del thriller que Random House Mondadori publicará el 2014. 

-Lo que hacía esta mujer era increíble. Mientras trabajaba como asistente social en un hospital francés durante la Segunda Guerra Mundial, supo que la Gestapo se llevaba a las madres judías y a sus hijos a las cámaras de gas. Algunas le decían: “Yo estoy perdida, pero salva al niño”. Como situación novelesca es tremendamente dramática. Ella les daba una inyección sedante y los sacaba del hospital dentro de su capa de enfermera. Es una historia apasionante. He vivido entre la embajada, la María Edwards y la Gestapo.



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El día en que Sebastián Piñera lo llamó para ofrecerle el cargo de embajador, Edwards lo vio como el cierre de un ciclo que comenzó hace medio siglo en el mismo lugar donde vive hoy, en el número 2 de la calle Motte-Picquet de París. Era el broche de oro para su carrera diplomática, pero también implicaba alinearse políticamente con el gobierno actual, en el que hoy es uno de los representantes más ilustres del mundo de la cultura. Aunque en su juventud se declaraba de centroizquierda, su experiencia como diplomático de Allende en Cuba cambió su imagen política tanto para él como para los demás, sobre todo luego de la publicación de Persona non grata (1973), su crítica al régimen de Fidel Castro. 

“Para muchos yo era un momio terrible. No así para la gente de izquierda más experimentada, como los comunistas españoles. Lo que has dicho es verdad, pero no hay que decirlo, me reprochaban. No me convencía estar disimulándolo toda la vida, así que insistí”, recuerda. El libro lo dejó en tierra de nadie: para la izquierda era un anticomunista y para la derecha era un izquierdista. Cuando se fue de Chile durante la dictadura, su postura política fue todavía más ambigua. “Quedé exiliado de Chile y exiliado del exilio chileno”. 

-¿Temió que lo encasillaran en la derecha por aceptar el puesto de embajador?

-Sí, lo pensé. Pero soy independiente y tengo una relación larga con la diplomacia. Pinochet me echó y la Concertación no me reintegró. Ahí jugó mucho lo de Cuba. Así que dije: no, tengo derecho a ser embajador, y lo acepté. Sí supe que me iban a fregar bastante y me fregaron. Aquí, parte de la colonia chilena de izquierda me declaró persona non grata. He tenido bastantes manifestaciones frente a la embajada y hasta han tirado una bomba molotov. Incluso he sido amenazado.

Edwards no duda ante la pregunta de si ha habido momentos en que se ha arrepentido de haber tomado el cargo. “Sí. Hay. A veces pensé que la burocracia me iba a agotar”, confiesa. Pero la tradición de escritores-diplomáticos, desde Stendhal hasta Octavio Paz, Neruda y Carlos Fuentes demuestra que el romance entre la literatura y la diplomacia es más fructífero de lo que se piensa. En 1925, cuando el poeta Paul Claudel accedió a representar a Francia en Japón, los surrealistas le reprocharon: “¿Cómo se puede ser embajador y poeta?”. Edwards responde:

-Ser diplomático permite conocer el mundo. Eso es fascinante para un escritor. Pero no hay una respuesta correcta a esa pregunta. Si tuviera todo mi tiempo libre, quizás no lo aprovecharía bien. Pero como paso el día ocupado en la embajada, me he organizado. Ser diplomático ayuda porque debes negociar con la cabeza fría. En la literatura hay que tener una mezcla de frialdad y de pasión. La pasión pura es el romanticismo y eso no sé dónde te lleva. Hay que saber controlarse. Si no, no sé si salen buenos libros. 

-Usted se caracteriza por decir lo que piensa, algo que no es muy diplomático.

-Es cierto. Como embajador debo tener cuidado. Aunque no lo tengo tanto. Cuando escribo mi columna de los viernes (en La Segunda) digo bastantes cosas. Lo que pasa es que ahora no soy diplomático de carrera, soy conocido como escritor y fui nombrado por el presidente. Nadie me va a pedir que deje de escribir. Uno tiene una especie de fuero.



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Por estos días, Jorge Edwards lee a Jean Cocteau, Colette y André Gide, todos autores cuyos textos pudieron pasar por las manos de María Edwards. El novelista ha devenido en investigador: “He leído mucho sobre su época, sobre personajes que quizás conoció o que leyó. Esta estadía en Francia ha sido estimulante desde el punto de vista de la memoria, porque he recuperado muchas cosas del pasado”. 

Pero desde el punto de vista intelectual, París dejó de ser lo que era. En los cafés de Montparnasse ya no están Ionesco, Beckett o Sartre. Ahora hay una horda de turistas que entra y sale como si estuviera en el metro. “Antes uno se instalaba en un café y se quedaba tres horas. Aunque no sé si era tan bueno, porque se perdía un tiempo brutal”, reflexiona. El único de los bohemios latinoamericanos que no hacía vida de café, según cuenta, era Vargas Llosa, que era una máquina de escribir. Tal como Edwards lo es hoy. 

Cuando termine Retrato de María, comenzará a redactar el segundo tomo de sus memorias, el que abarcará desde el inicio de su vida literaria hasta el golpe militar. También le gustaría reescribir La mujer imaginaria, una novela que abandonó hace décadas y en la que describe, a través de un personaje femenino, la época de las protestas contra la dictadura durante los años 80.  

Mientras tanto, espera que pasen los meses para irse de la embajada y radicarse en Madrid para escribir. “Chile está muy lejos de todo. En Madrid tengo editores y diarios donde publicar. Dejaré abierto mi departamento en Santiago, pero no me entusiasma volver, depender de becas, de ministerios. Quiero vender mis libros, que me paguen los derechos y vivir con independencia. Chile se lo devora a uno. Y la familia es terrible. No me dejan escribir, me censuran”, dice entre risas. 

Respecto de la actualidad política de Chile, dice que seguirá siempre pendiente.

-¿Cómo evalúa el desempeño del gobierno en el tema de políticas culturales?

-No creo que la gestión de Piñera haya sido peor que las anteriores. Quizás mejor, porque ha habido ministros entusiastas y con ideas, como Cruz-Coke y Ampuero. En todo caso, la burocracia estatal no es la mejor ayuda para un escritor. ¿Qué habría sido de Bolaño con apoyo del Estado y con beca? A lo mejor hubiese sido peor escritor de lo que fue. Yo prefiero que no me ayude nadie, levantarme más temprano y dormir menos. 

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