Estrellas


"A veces —como hizo Nicanor Parra con el comienzo del Quijote— basta tomar un texto en prosa y ponerlo en forma vertical y aparece algo —un vibrato, un resplandor, un aura..."

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No es totalmente ocioso el impulso por develar el punto exacto en que un texto cualquiera se convierte en un poema. Se trata por cierto de una tarea difícil, en la medida en que la poesía es una cuestión que se desvincula permanentemente de las ideas que se elaboran sobre ella. Su resistencia es ejemplar: ha soportado las prescripciones retóricas, los análisis estructurales, los manifiestos sectarios, las paráfrasis sentimentales y sigue manteniendo su extraña condición indefinible.

A veces —como hizo Nicanor Parra con el comienzo del Quijote— basta tomar un texto en prosa y ponerlo en forma vertical y aparece algo —un vibrato, un resplandor, un aura— que uno identifica con la poesía. Otras veces uno puede desgañitarse en versificaciones perfectas y no aportarle al mundo más que un poco de ruido adicional e insignificante. Recordando la famosa respuesta de Manet a Mallarmé (“no se pinta con ideas”), se podría especular que no se hace poesía con voluntad. La peor disposición posible que puede mostrar quien quiere escribir poesía consiste precisamente en dejarle demasiado espacio a ese deseo. El único modo de acertar con un hondazo a un objetivo cualquiera —digamos una botella o un tarro— es no pensar en achuntarle y simplemente actuar como si uno estuviera desde siempre en relación con el peso del proyectil, con la distancia, con los ángulos, con el muro donde cuelga el blanco. Tampoco se hace poesía con metáforas ni con aliteraciones ni con figuras en general. Es decir, estos son elementos que aparecen habitualmente en los poemas, pero desactivan sus efectos cuando pertenecen al orden de la deliberación. Un buen ejemplo de esto es el “Himno a las estrellas”, de Quevedo, que abunda en hallazgos retóricos que hoy nos parecen el decorado verbal de la ausencia de emoción. Los intentos de Quevedo por definir poéticamente las estrellas se quedan muchas veces en el nivel de la analogía: “Ejército de oro/ que por campañas de zafir marchando/ guardáis el trono del eterno coro/ con diversas escuadras militando”. Igualmente, su verso “flores lucientes del jardín del cielo” es casi equivalente a aquel suscrito por Gracián, del que tanto se rió Borges: “Gallinas de los campos celestiales”.

Sin embargo, en ese extenso ejercicio de retórica se filtran algunas líneas tan hermosas que se salen del sistema y que podemos percibir como intuiciones reales. Son, por cierto, fuegos de artificio, pero en ellas funcionan bien el fuego y el artificio. Cuando leemos el verso “letras de luz, misterios encendidos” casi no importa que el objeto del que se habla sean las estrellas. Nos quedamos gravitando en la imagen. Pasa un minuto o el tiempo que sea, sacamos la mirada de la página, luego volvemos: “Letras de luz, misterios encendidos”. De hecho, es preferible ignorar qué se quiso decir estrictamente, porque esa imagen vale para muchas experiencias reconocibles, como la memoria o el sueño.

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