por Joaquín FernandoisDiario El Mercurio, Martes 29 de octubre de 2013http://www.elmercurio.com/blogs/2013/10/29/16485/1970-y-2013.aspx"Muestra analogía con 1970 es la suma de propuestas y más propuestas para no dejar títere con cabeza, sucumbiendo a la vieja tentación latinoamericana de que los desafíos de la vida se confrontan con más y más leyes de refundación..." Joaquín Fermandois¿Qué tienen en común ambas elecciones presidenciales? No mucho, en principio. Pocos de los candidatos y minicandidatos del 2013 ofrecen la posibilidad de ruptura dramática como los tres de 1970, entre otras cosas porque ahora el país está más firmemente asentado, y cualquier transformación sísmica tendrá que dar cuenta de por qué se despilfarró el capital acumulado en tres décadas. La división ideológica, aunque profundizada en estos últimos años, no posee las proporciones universales —aunque sí latinoamericana— de hace medio siglo. Tampoco lo es porque en 1970 los programas, aunque tenían algo de mamotretos, permitían al menos una discusión menos mediática sobre contenido. Jorge Alessandri no mostró un programa, salvo una voluntad política de cambio, y si bien no fue la razón de su derrota, privó de argumentos a sus partidarios. Lo que sí muestra analogía con 1970 es la suma de propuestas y más propuestas para no dejar títere con cabeza, sucumbiendo a la vieja tentación latinoamericana de que los desafíos de la vida se confrontan con más y más leyes de refundación, con una concepción vaga pero sentida de convertir la vida pública en asambleísmo permanente, siempre camino seguro al despeñadero. El mismo Alessandri, el más realista en 1970, pedía un fortalecimiento de las facultades presidenciales (lo mismo habían demandado Carlos Ibáñez y Eduardo Frei Montalva) y tenía el propósito de lograrlo por medio de un plebiscito, que, como es lógico, demandaba un procedimiento largo y complejo. Radomiro Tomic hablaba de la “revolución nacional y popular” —algo parecido, por dar un ejemplo, a lo que hace Rafael Correa en el Ecuador de nuestros días—. Eso es lo que resonaban frases como que los “objetivos de la revolución chilena solo pueden lograrse (…) contra las estructuras legales y sociales que representan la violencia institucionalizada”. Si esto último era cierto, quiere decir que no había democracia y que el golpe de 1973 no fue tal. ¿Conclusión extravagante? En realidad, la situación no era tan (melo)dramática, y es más que probable que los votantes de Tomic (27,8%) no hayan escuchado mucho su mamotreto, y lo favorecieran porque se sentían representados por los hechos e ideas de Frei Montalva. En cuatro elecciones generales los votos de la Democracia Cristiana estuvieron relativamente parejos entre 1969 y 1973, entre el 29,7% de 1969 y el 28,6% de 1973; lo más bajo fue en 1971, con 25,7%, en un momento de éxito electoral extraordinario de la Unidad Popular. Esos electores de la DC imploraban una vía que combinara el mejoramiento con un cauce más ordenado de las cosas, pero el partido se dejó tentar por traducir sus afanes de epopeya indefinida —imposible en la política— en el susodicho mamotreto y en la retórica encendida. Sobre la Unidad Popular y su idea de que el mundo vivía el momento histórico del “cambio de correlación de fuerzas entre el capitalismo y el socialismo”, ya sabemos lo que pasó. Su objetivo era la “transición al socialismo” y los que no se impresionaron con esa rúbrica cayeron en cuenta de la dirección hacia la que indefectiblemente eran arrastrados. Debemos contribuir en la vida pública a eso que nos ha sido tan elusivo, que muchas veces bautizamos como “desarrollo”, meta deseable pero constreñida a lo económico y social. La palabra no entrega una idea acabada de lo que es una civilización que podamos admirar. En la campaña de 1958, don Jorge dijo “Hechos y no palabras”. Le faltaba la meta ideal que antecede en orden de importancia: que las palabras reflejen los hechos y que sean honradas acerca de las posibilidades de una vida buena. De eso se trata una civilización.
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