Impuestos ochenteros


JOSÉ RAMÓN VALENTE
DIARIO LA TERCERA, DOMINGO 23 DE JUNIO DE 2013


No hay fiesta buena sin Soda Stereo y su hit ochentero Persiana americana. Es que la buena música, al igual que las buenas ideas, no pasa de moda. Las circunstancias que lanzaron a la fama al rock argentino no pueden haber sido más particulares. Aun así, parte de esa música ha perdurado en el tiempo y probablemente, perdurará para siempre. 
Michelle Bachelet y sus asesores en materias tributarias señalan que las circunstancias que dieron origen a nuestro sistema tributario en los ochenta han cambiado, que Chile es un país distinto y que lo que pudo haber sido bueno entonces ya no lo es hoy. A mí, en cambio, me parece que nuestra estructura tributaria es una idea extraordinaria, en muchos aspectos revolucionaria, y que al igual que el Unicornio azul, canción que el cubano Silvio Rodríguez escribió a principios de los ochenta, debiera perdurar más allá de las circunstancias que le dieron origen.
La posibilidad de que los accionistas de una empresa, grande, pequeña o mediana, puedan diferir el pago de los impuestos sobre las utilidades que son reinvertidas en sus negocios para generar más empleo y mejores salarios, es una característica de nuestro sistema tributario que fue introducida en los 80 y que ha sido admirada y alabada internacionalmente desde su implementación y lo es hasta el día de hoy. Note, por favor, que no se trata de que los accionistas no paguen impuestos sobre las utilidades. Por el contrario, el sistema los obliga a pagar todos los impuestos sobre las utilidades que se gastan hoy o en el futuro. La genialidad del sistema, que periodísticamente se ha popularizado como “el FUT”, es que los accionistas que usan las utilidades de sus empresas para comprarse autos caros, viajes y darse otros placeres de la vida, pagan instantáneamente los impuestos sobre esos ingresos, pudiendo llegar a ser dicho pago hasta un 40% de los ingresos percibidos. En cambio, a los accionistas que deciden ahorrar dichos ingresos para financiar inversiones en sus empresas, a costa de seguir manejando su mismo auto y postergar esas tan ansiadas vacaciones en el extranjero, se les premia permitiéndoles diferir el pago de impuestos sobre la porción ahorrada de las utilidades hasta que ellos decidan finalmente gastárselas.
Erróneamente, los asesores de la ex presidenta argumentan que este sistema pasó de moda, porque las empresas cuentan hoy con fuentes alternativas de financiamiento para sus inversiones, lo que es cierto, pero no es el punto. La clave del sistema está en el ahorro que genera y no en las alternativas de financiamiento. En el mundo abstracto de la economía teórica, es posible imaginar que el nivel de ahorro de un país no tiene relación con su nivel de inversión y crecimiento. Sin embargo, en el mundo real sabemos que hay límites bastante acotados al monto de los recursos que un país le puede pedir a otro para financiar sus proyectos de inversión. Dichos límites para un país como Chile bordean el 5% del PIB o, aproximadamente, US$ 14 mil millones de dólares al año. No obstante, nuestro país invierte cerca de 25% del PIB anualmente, o sea aproximadamente, US$ 70 mil millones. La diferencia, el nada despreciable guarismo de US$ 54 mil millones, tenemos que proveerla nosotros, con nuestros propios ahorros. Dichos ahorros provienen principalmente de los accionistas que, en vez de gastarse las utilidades de las empresas, las ahorran para luego invertirlas en nuevos proyectos.
En efecto, la principal fuente de ahorro en nuestro país son las utilidades no distribuidas de las empresas y el mal llamado FUT es un potente mecanismo de incentivo para que se produzca dicho ahorro. Es este mecanismo el que nos permite tener tasas de ahorro y de inversión cercanas al 21% y 25%  del PIB, respectivamente, y aspirar a crecer al 5% al año, mientras que países como Brasil tienen sólo tasas de ahorro del 15%, invierten un 17% del PIB y aspiran, con suerte, a crecer un 3% al año.
No cabe duda que Chile y el mundo han cambiado mucho en los últimos 30 años, pero las buenas instituciones, así como la buena música, no pasan de moda. Afirmar que hay que cambiar nuestro esquema de tributación a las empresas porque fue diseñado en los ochenta, es tan absurdo como decir que debemos dejar de escuchar Imagine, de John Lennon, o Father and son, de Cat Stevens, porque son canciones que se escribieron hace 40 años.

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