Valentín Pimpstein: Nunca debes matar a un personaje, porque nunca sabes cuándo lo necesitarás...‏


Entrevista a Valentín Pimstein: "El señor de las novelas"



por Héctor Soto
Revista Capital

Ha sido por espacio de décadas el zar indiscutido de la teleserie -de la novela, como él les dice- latinoamericana. Produjo, inspiró o adaptó unas 150. Algunas de 800 y más capítulos. Háblenme de volumen, háblenme de experiencia, háblenme de comunicación con el público. La historia de un chileno patiperro y perseverante, seductor y triunfador.

-Si tú me preguntas el secreto de mi éxito, bueno, yo te diría que es mi preocupación por el script, por el libreto, por el guión... Me preocupaba por el script antes, durante el rodaje y también después, cuando la novela ya estaba en el aire.

Quien está hablando es una leyenda de la televisión latinoamericana, Valentín Pimstein, y cuando él habla de novela se está refiriendo obviamente a las teleseries. Su explicación se parece un poco a la de aquel magnate americano que explicaba su fortuna en función de haber llegado siempre con 15 minutos de anticipación a las reuniones. Pero no, lo que dice Pimstein no es una extravagancia. Este señor sabe. Se las sabe todas y no necesariamente por libros. Es cierto. Y está en buena compañía: muchos de los grandes directores de cine de la historia suscribirían su fe incondicional en el guión como requisito sine qua non de cualquier película o cualquier producto audiovisual de calidad.

Valentín Pimstein produjo -afírmese usted- unas 150 teleseries en México. Algunas con más de mil capítulos. Saque la cuenta. Hizo tal cantidad de comedias para la radio -lo que en Chile antes se llamaban las comedias, los radioteatros, esos que animaron las tardes de varias generaciones de dueñas de casa- que no hay contabilidad que pueda computarlas. Ha sido un hombre poderosísimo en la estructura de poder de la Televisa que forjó el legendario Emilio Azcárraga, El Tigre, y es con mucha holgura el chileno que más lejos llegó en la industria de la novela latinoamericana y mundial.

Valentín Pimstein es en sí una institución y conversar con él es acceder a un mundo, a un Chile, a un México, a una televisión que es historia, que es presente y
-perdón- que es también futuro.

Pimstein no sólo ha tenido una vida exitosa. La suya además ha sido novelesca.

Escúchelo, no más, contar la forma en que entró a la industria del cine mexicano.

-Mi sueño era llegar a México para filmar. Llegué a Ciudad de México con una bolsa, las patas y el buche. Mi objetivo era poder hablar con Gregorio Walerstein, gran productor de Filmex. En su filmografía hay como 200 películas. Después de dos o tres días, él me recibió. Yo no llevaba ninguna recomendación. Le conté que quería entrar a la industria, que había sido ayudante de ayudantes de producción en Chile, que había hecho radio en Guatemala.... Me escuchó de pura cortesía. Supongo que eran cientos los aspirantes que llegaban a su oficina. Me pidió papeles para acreditar mi experiencia y yo no tenía ninguno. El me dijo creo que eres judío, igual que yo. Sí -le dije- si quiere se lo muestro. Bueno, Gregorio, de quien después fui muy amigo, era muy serio.

Cuento corto: Walerstein le dijo que el trabajo que le estaba pidiendo lo estaba haciendo su cuñado. Pimstein le respondió que como él hacía 12 o más películas al año a lo mejor su cuñado iba a necesitar que lo ayudaran un poco. Bueno, si hay algo yo lo llamo, le dijo Walerstein. ¿Puedo esperar que me llame? -le preguntó Pimstein. Sí, puede hacerlo, le dijo el otro. Y tomándose la respuesta a la pata de la letra, durante un año -sí, un año- fue a sentarse todos los días en el sofá que estaba en la antesala de la oficina de Walerstein.

Hasta que saltó la laucha. Porque un día Walerstein salió de su oficina diciéndole a su secretaria que consiguiera un ayudante para un chofer. Había que llevar un camión a Acapulco. Diez minutos después Valentín Pimstein estaba manejando un tremendo carromato a ese balneario.

-Yo siempre digo que al cine mexicano entré por la puerta grande, porque por la puerta chica no cabía el camión.

Lo dice en el décimo piso del Hotel Ritz aquí en Santiago, donde lleva viviendo desde hace varios meses con su mujer de hace 44 años, Victoria Ratinoff, mientras le terminan el departamento que se compró en pleno barrio El Golf y donde espera instalarse pronto. Instalarse es una forma de decirlo, porque a estas alturas Valentín Pimstein no se retira de nada y tiene un pie en todos lados: en el D.F., en Nueva York, en Miami, en Cachagua, en Santiago... El que nace chicharra, media novedad, no tiene vuelta.

Una familia singular

-Mi familia viene de Rusia y yo creo -dice en tono de conjetura- que venían del campo. Supongo que eran campesinos. Mi papá llegó a Chile por allí por 1917, a los 14 años. Murió muy joven, el año 40, cinco años antes que saliera la penicilina, a los 47 años. Fue por amigdalitis. Acá se casó con mi madre, también inmigrante, pero que era de mejor condición económica que la suya. El hermano de mi mamá, Adolfo Wainer, era ingeniero, tenía una carrera y fue dueño de una fundición. Su hijo fue un médico que creó la Clínica Las Condes. De tal manera que yo era primo de los Wainer.

Los Pimstein-Wainer eran nueve hermanos. Cuatro hombres, cinco mujeres.

-La ropa, los zapatos, los pantalones guardapeos que yo usaba siempre venían de los mayores. Como yo era el séptimo, nunca tuve ropa nueva. Mi padre compraba sólo un vestido, un pantalón y dos pares de zapatos al año, uno de hombre y otro de mujer. Ahora que lo pienso, creo que fuimos precursores del hippismo. Eramos una sola hilacha. Los zapatos no tenían ni taco ni punta. Y papá ya tenía una cierta situación. Nosotros nacimos frente a la Plaza Brasil. Ahí, en calle Compañía, estaba la Vidriería Pimstein. La gente decía que mi papá hizo dinero porque uno de nosotros quebraba los vidrios y otro de los hermanos ofrecía los servicios de la vidriería. Allí yo tenía que trabajar los fines de semana y parte del verano si no me portaba bien. Hasta aprendí a hacer vitrales.

Estudió en el Instituto Inglés, de Macul.

-Era -recuerda- un colegio medio pituco para nosotros. Ahí tuve una experiencia que me marcó la vida. Tenía 35 compañeros en el curso y cuando cumplí 6 años los invité a todos a la celebración. Vivíamos por entonces en una casa muy grande en Lo Encalada 444, que todavía existe. Tremenda casa, con gran quinta, bonito parrón, tres perros, y muy al uso de esa época, un solo baño. Como los judíos somos buenos para la comida -todo lo arreglamos en torno a la mesa- mi mamá preparó grandes onces. Pero de los 35 que invité no llegó ninguno. Fue muy traumático. Ahí me di cuenta que la cosa no iba a ser fácil siendo judío. Le tomé distancia al inglés como idioma. De hecho desarrollé mecanismos para olvidarlo. Me bloqueé totalmente. Después me cambié al Lastarria y terminé en el Barros Arana.

El papá era trabajólico y estricto. Un día cuando se enteró que Valentín estaba haciendo su primera incursión teatral, montando y dirigiendo como a los 8 años una obra con niños del barrio, le dio una paliza. Si te dedicas al teatro lo único que vas a sacar es ser maricón y muerto de hambre, le dijo. Don Marcos hizo fortuna y su muerte fue, por supuesto, una tragedia para la familia. La vidriería quedó a cargo de su hermano mayor y la familia haría lo posible y lo imposible para que él también se metiera al negocio.

Pero sus tiros iban definitivamente por otro lado.

En el fondo, su destino estaba asociado a la escuela que consciente o inconscientemente le dio su madre:

-Mi mamá era una mujer dulce de carácter, muy sufrida, que nunca aprendió a escribir en español. Escribía sólo en ruso y en yiddisch. No tuvo tiempo para el español y ella me metió en el mundo de las comedias. Oía Doble W Radio por onda corta. México entró muy temprano a mi vida a través de los radioteatros. Como no leía español, los grandes pasatiempos de mi mamá eran oír radio y ver películas mexicanas. Eso facilitaría mucho mi ingreso a México.

Terminado el colegio, Valentín Pimstein escribió en Zig-Zag, cultivó el box en la categoría de peso pesado, fue ayudante de un ayudante en el rodaje de Encrucijada, dirigida el año 48 por Patricio Kaulen, con Alberto Closas y María Teresa Squella, pero cortaba los huinchas por irse a México. La ocasión se le presentó cuando un amigo suyo fue nombrado diplomático en Guatemala y, pensando que de ahí estaba a tiro de cañón de su tierra prometida, para allá partió. Se quedó dos años en Guatemala y nunca consiguió la maldita visa. Pero hizo de todo: hizo radio, le tocó cubrir la caída de Jacobo Arenz, fue mozo particular en una mansión de nuevos ricos cafeteros, fue cocinero en una suerte de club y cabaret donde incluso los dueños lo invitaron a asociarse. Se pudo haber quedado ahí y su vida habría sido distinta. Pero no cejó y dejando atrás la oferta tentadora de ser socio de un local que prometía, un buen día dejó todo atrás y llegó por fin a México.

México, finalmente

Sus comienzos allá están asociados a su amistad con Cuco Sánchez. Sí, el mismo, el de la Cama de piedra: De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera, la mujer que a mí me quiera ha de quererme de veras... A Cuco le faltaban tres dedos, que se los echó de niño cuando, siendo sólo un indiecito que le llevaba viandas a obreros que construían un camino, se las dio de cantero y casi quedó manco. Cuando él lo conoció no sabía leer ni escribir. Pero Cuco Sánchez se estaba abriendo camino en el mundo de la canción y como vio que su amigo estaba fregado -puesto que no hacía otra cosa que ir a sentarse a la oficina de Gregorio Walerstein- lo llevó a un club donde él cantaba, La Rendija, frecuentado por políticos mexicanos y gente importante que iba básicamente a portarse mal. Ahí ofició de mariachi de Cuco cantándole a las novias de los parroquianos que llegaban al club después de haber acostado a sus mujeres y a sus niños. Buen equilibrio: de noche cantaba en La Rendija -cantaba y veía la suerte, porque también aprendió eso- y de día esperaba en la oficina de Walerstein.

Junto con entrar después al mundo del cine, también empezó a hacer radio.

-Me di cuenta que lo mismo que se hacía en radio se podía hacer en TV, cosa que por lo demás ya habían hecho Cuba y Estados Unidos. Comencé trabajando en Telesistemas Mexicanos, todavía no Televisa, produciendo La novela semanal. Hice como 140 ediciones de media obra. Eran resúmenes de obras de teatro en cinco capítulos. Lo transmitía una emisora sin mucha audiencia. Trabajaba con adaptadores, pero siempre me metía en el script. Después hice para la televisión un programa que se llamaba Telecine dorado, también de media hora, donde resumíamos el argumento de una película mexicana. Creo que iba en vivo porque no había ni siquiera tiempo para que los actores se cambiaran ropa. Y recuerdo que en una escena Malú Gatica, que yo había llevado para allá, no alcanzó a cambiarse y salió con las pechugas al aire en una escena. Imagínate. El otro que andaba por allá también era Emilio Gaete, que trabajó conmigo en varias ocasiones.

Al Tigre Azcárraga lo conoció en La Rendija y fue él quien le dijo que el futuro pertenecía a la televisión, no al cine. Algo de eso ya había olido Pimstein a raíz de la creciente esclerosis sindical del cine mexicano, aunque ya se estaba haciendo un espacio en esta industria. Recién había salvado del naufragio una producción gringa filmada en México, The Living Idol (1957), dirigida por un cineasta de trayectoria, Albert Lewin. El realizador había peleado con la productora y se había mandado a cambiar. Ahí llamaron a Pimstein porque había un serio problema de producción. Necesitaban un bosque en el estudio y los productores habían traído plátanos de Cuernavaca que lucieron muy bonitos cuando los instalaron pero que al día siguiente estaban muertos. Pimstein cortó por lo sano. Se fue al Bosque de Chapultepec, taló tres araucarias centenarias y asunto resuelto.

El problema es que lo tomaron preso. Tuvo que llamar a Azcárraga para que lo sacara. El lo mandó a un hotel a encerrarse durante una semana, mientras se arreglaba todo. Ahí Azcárraga le pidió que se dejara de leseras y que fuera a trabajar con él.

Fue lo que hizo.

Amor a primera vista

Se casó el año 61 y el matrimonio -como todo en él- es otro cuento. De película, también.

-Ella llegó a Ciudad de México por la Universidad de Chile, en los tiempos de Gómez Millas, cuando estaba a cargo de la dirección de Extensión Cultural. Me traía un paquetito que me mandaba mi mamá. Vaya paquetito. Era un viernes. El sábado la invité a almorzar. Yo era agregado civil honorario en México. La pasé a buscar a su hotel, no estaba, y la esperé. Apareció más tarde con el embajador. Venía vestida de viuda. Todo era de viuda. Salimos a almorzar los dos, íbamos pasando por una florería, y compré unos claveles. Ella me dijo que los claveles eran de pésimo gusto siempre... no tenía idea que eran para ella. Cuando llegó al hotel en la tarde, estaban esperándola en un florero junto a mi declaración de amor. La conocí el sábado y nos casamos el lunes a las 3 de la tarde. A las 48 horas, maestrito. Yo me arrepiento de muchas, muchas, cosas en mi vida, menos de haberme casado con ella.

El que sabe, sabe

Conversar con Valentín Pimstein de teleseries, de novelas, como él las llama, puede dar para tardes enteras. Se las sabe todas. Tiene recomendaciones notables:

-En las novelas el 51% lo pone la fantasía del espectador o el auditor. Un 40% lo aporta la historia rosa, yo creo fundamental que sea rosa y llegue al corazón. Y un 9% lo pone la música. Se baten los ingredientes y ahí está la mano del barman.

-Yo siempre sé cómo va a terminar la teleserie. Pero se puede mover todo entremedio. Puedo cambiar al galán, a la niña, sin cambiar la esencia de la historia, pero la acomodo diariamente en función de lo que siento que funcionará bien con el público.

-Toda teleserie remite a verdades muy simples. La esencia de Los ricos también lloran es... “no te equivoques, no mates a ese hombre porque es tu hijo”. El ha visto a Verónica Castro con un muchacho muy guapo y cree que la está besando. La vida al final es muy simple y las situaciones se pueden reducir a tres o cuatro palabras.

-Nunca debes matar a un personaje, porque nunca sabes cuándo lo necesitarás. Intérnalo, mándalo de viaje, opéralo, pero no lo mates. Estando en Los Angeles, porque había ido a ver a Thalía, el productor que dejé a cargo me mató a la villana de mi novela. Se lanzaba del décimo piso. Yo veo el capítulo el viernes y, consternado, llamé por teléfono. Dije que no podía matarse. Que no obstante haberse tirado por la ventana había que salvarla. Se suicidó el viernes y el lunes ya se había salvado... vaya a saberse cómo.

-La mayoría de mis novelas yo las probé primero en radio. Cuando llegaban a la televisión eran éxito asegurado.

-Las protagonistas tienen que ser mujeres. La única con protagonista masculino que a mí me funcionó fue Gutierrito, historia de un tipo débil, escritor, basureado por su mujer, pero que llega a ganar poco menos que el Nobel.

-Las teleseries brasileñas son muy finas, pero arrasan solamente en Brasil y en Francia. Las venezolanas tienen buenos argumentos pero son un poco burdas para nosotros. Y encuentro que las argentinas son como el lenguaje que ellos hablan: agresivo y cortante. Reconozco que en Chile mis teleseries no gustaban, no obstante que yo trabajé varios proyectos con chilenos: Moya Grau, Sergio Vodanovic, incluso José Donoso...

-Las teleseries chilenas son buenas, pero tienen una deuda pendiente: no venden al país. La única que ha salido con fuerza es Machos. A mi modo de ver, no permiten que el hombre del norte o del sur se reconozcan en ella. La gracia de las mexicanas es que proyectaron México -su idioma, sus costumbres, sus decorados, su paisaje- a todo el mundo.

Actualmente las teleseries mexicanas se dan en 130 países del mundo. Los ricos también lloran hizo furor en Rusia y cuando Pimstein con Verónica Castro visitaron el país poco menos que fueron recibidos como estrellas rockeras. No podían caminar por las calles. La guerra chechena, incluso, se paraba a la hora de la teleserie. En China paran el tráfico.

Vaya vida la de este chileno busquilla y persistente. El es un agradecido de lo que le ha tocado vivir.

-Me considero un afortunado y agradezco a la vida. En cada esquina, maestrito, yo la aplaudiría. Reconozco mucho, claro, el apoyo de mi mujer, Victoria, que supo hacerse cargo de mis hijos con gran dulzura, preparación y mando durante todos estos años.

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