Para memoria en lo futuro...‏

  • Hermanos separados

por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 16 de Agosto de 2013
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2013/08/16/hermanos-separados.asp
Como sale pronto una nueva edición de mi memorial, ensayo biográfico, lo que ustedes quieran, sobre Pablo Neruda y su tiempo, “Adiós, Poeta…”, me acuerdo de historias que conté en forma incompleta o que dejé en el tintero. Me cruzo con el fantasma de Neruda por los mismos pasillos y las mismas habitaciones por donde me cruzaba hace cuarenta y tantos años con el personaje de carne y hueso. En ese tiempo, el poeta tenía un aspecto de Sancho Panza, bromista, inteligente, astuto, de humor popular, y había un Quijote de perfil bajo, cazurro, distraído, de salidas sorprendentes, que se movía en la sombra, a no mucha distancia. Cuando al poeta, en el año 1927, lo nombraron cónsul de elección en Rangún, la capital de la Birmania de entonces, ciudad que era un hoyo en el globo terráqueo que existía en nuestro ministerio de relaciones, convenció a su amigo Álvaro Hinojosa, poeta de Valparaíso, de que lo acompañara en la aventura, para lo cual bastaba cambiar el pasaje de primera clase por dos de tercera. A los veintitrés o veinticuatro años de edad, con la vida y con la poesía por delante, el cambio se explicaba muy bien. Entre viajar en salones más o menos bien arreglados, en intercambio con pasajeros maduros, ceremoniosos, e ir conversando de poesía, soñando, discutiendo, admirando a las muchachas en flor, en las cubiertas y en los comedores de la tercera clase, no había dónde perderse. Los jóvenes se embarcaron en Valparaíso o en Buenos Aires (no tengo los papeles a la vista), rumbo a Marsella. Subieron en tren hasta París, bebieron algunas copas en el Dôme del barrio de Montparnasse, en compañía, al parecer, de Camilo Mori y Maruja, de Henriette Petit, de Álvaro Yáñez, posiblemente de César Vallejo, visitaron el consulado chileno. Después recordaban que el cónsul general, un señor de apellido Alfonso, confundió a Álvaro Hinojosa, más tarde llamado, por razones literarias, Álvaro de Silva, con el poeta de “Crepusculario”. Lo miró fijamente y le dijo que tenía “los ojos del genio”: vale decir, confundió los ojos azules, interrogativos, de eternas preguntas sin respuesta, de Álvaro, con los del poeta y flamante cónsul de elección.
Allá por el año 1965 o 66, me encontraba en mi oficina de segundo o tercer secretario, en el último piso del mismo caserón donde me encuentro ahora, y noté que había alguien medio escondido, agachado, agazapado, junto a la puerta. Lo hice entrar y supe que era el incombustible Álvaro, con su seudónimo de Álvaro de Silva. Se había separado de Neruda en sus consulados del Extremo Oriente hacia fines de la década del veinte y se había ido a la India, donde había alcanzado a tener roles secundarios en la industria naciente del cine. Después fue profesor de literatura en diferentes universidades norteamericanas, se casó y publicó poemas y cuentos en revistas. Tengo entendido que llegó a escribir en un inglés correcto. Ahora, separado de su mujer, obligado a entregarle más de la mitad de sus dineros y sus jubilaciones, se acababa de instalar en una buhardilla, en los extremos del este del Barrio Latino, en la bajada de la montaña de Santa Genoveva, y tenía el firme propósito, a sus sesenta y más años, de convertirse en escritor francés. ¿Cómo? Profundizando, desde luego, su conocimiento de la lengua de Molière, para lo cual se había inscrito como estudiante en la Alianza Francesa. Enseguida, leyendo, paseando, haciendo amistades, respirando la atmósfera, el aire, el espíritu de la ciudad. La “respireta parisina”, como dijo un cronista español de años algo anteriores. Hablaba a veces de Neruda, pero lo hacía desde una curiosa distancia, dejando en claro que él era un autor de una especie enteramente diferente, que no tenía nada que ver con las longanizas, los asados, las expansiones folclóricas, los cantos épicos, generales, del bardo de Isla Negra. Caminaba por Montparnasse canturreando, mirando a las personas y las cosas con intenso interés, y al poco tiempo era un personaje del barrio, lleno de amigos de todas las clases y todos los niveles. Llevaba unos papeles con pinturas que él mismo llamaba “manchas” y que a veces cambiaba por un lápiz, por un vaso de vino, por cosas parecidamente humildes. Me invitó un día a una cena, en compañía de Pilar, y el ágape consistió en un plato de sardinas, en una baguette fresca, crujiente, una manzana para cada uno y un botellón de vino tinto barato. Sólo se podía estar de pie en un espacio restringido de su buhardilla, de manera que casi todo el encuentro transcurrió al nivel del suelo, sentados en una alfombra vieja alrededor de una bandeja donde la magra comida estaba servida.
No es, como se puede apreciar, un recuerdo exclusivamente nerudiano, aun cuando existía una relación entre ambos personajes. Alvaro hablaba más bien poco del tema, agregando siempre elementos de misterio, pero supe que había viajado a Chile y había hecho una visita a la casa de Isla Negra. Su compañero de viaje de 1927 cometió la imprudencia de decirle que ya que era escritor, por qué no publicaba libros. Era una observación muy propia del poeta de Temuco, del hombre que admiraba la abundancia y que publicaba obras de todos los estilos, de todos los colores, todos los temas, una o más veces al año.
En uno de nuestros encuentros finales, Álvaro me habló con disgusto de esa conversación en Isla Negra. Publicar libros, me dijo, en síntesis: ¡qué idea más prosaica, más ordinaria! Me parece que me lo dijo canturreando, de acuerdo con su arraigada costumbre. Después me lo encontré en la calle Ahumada y me invitó a tomar un pisco sour en una taberna que ya no existe. Ahí, con sus ojos azulinos fijos, me hizo una declaración patética. Cada día de mi vida que no estoy en París, me dijo, es un día que pierdo. Estaba vendiendo unos cuadros de Herrera Guevara que había coleccionado en alguna etapa de su vida: para regresar a Montparnasse. Cuando volví a Montparnasse yo mismo, algunos años más tarde, Álvaro de Silva había fallecido y estaba enterrado en un cementerio de los alrededores. Un grupo de seis o siete compañeros y admiradores suyos había formado una fiel, dedicada, emotiva y mínima sociedad de amigos de Álvaro de Silva. Visitaban su tumba en fechas determinadas, le llevaban flores y leían en voz alta páginas suyas. Para memoria en lo futuro, como dijo don Quijote de la Mancha.

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