Moda y modernidad

"¿Qué es, exactamente, innovación tecnológica? ¿Qué sentido tiene tanto emprendimiento, y para qué sirve en nuestras vidas? ¿Cuál es el espíritu detrás de la innovación? En una interpretación cínica, de acuerdo con la filosofía del consumo como factor indispensable para mantener aceitada la relojería del crecimiento económico supuestamente perpetuo y sin límites, la innovación sería necesaria para justificar el constante reemplazo de bienes..."


Moda y modernidad

"¿Qué es, exactamente, innovación tecnológica? ¿Qué sentido tiene tanto emprendimiento, y para qué sirve en nuestras vidas? ¿Cuál es el espíritu detrás de la innovación? En una interpretación cínica, de acuerdo con la filosofía del consumo como factor indispensable para mantener aceitada la relojería del crecimiento económico supuestamente perpetuo y sin límites, la innovación sería necesaria para justificar el constante reemplazo de bienes..."


Me pregunto si el Chile de hoy puede ser genuinamente moderno, innovador, o si está condenado a conformarse con el espejismo de las modas. Hubo un momento de la historia en que Chile fue ejemplarmente moderno. Lleno de joven orgullo republicano, y ayudado por las riquezas del salitre, durante el siglo XIX Valparaíso llegó a ser de verdad una de las ciudades más avanzadas del planeta, al mismo tiempo que el país lograba conectar la mayor parte de su territorio mediante una extensa y compleja red de ferrocarril, entonces vanguardia pura. También Chile, a mediados del siglo XX, fue innovador extraordinario con un sistema de televisión entregado en concesión exclusiva a las universidades, así como fue capaz de organizar un campeonato mundial de fútbol, cosa que hoy parece más allá de toda posibilidad.

¿Qué es, exactamente, innovación tecnológica? ¿Qué sentido tiene tanto emprendimiento, y para qué sirve en nuestras vidas? ¿Cuál es el espíritu detrás de la innovación? En una interpretación cínica, de acuerdo con la filosofía del consumo como factor indispensable para mantener aceitada la relojería del crecimiento económico supuestamente perpetuo y sin límites, la innovación sería necesaria para justificar el constante reemplazo de bienes mediante la renovación de aspiraciones, tendencias y paradigmas. Es decir, una teoría de la moda, pero no como la espontánea evolución estética de una generación o de un colectivo social cuando adopta una nueva postura al asomarse a los confines del conocimiento –aquello que llamaríamos “vanguardia”– sino como un perfecto negocio, fríamente diseñado y dosificado gracias a exhaustivos estudios de mercadeo para deslumbrar al incauto consumidor, temporada tras temporada, con la ilusión de novedad más que con el adelanto propiamente tal, como ocurre hoy con el mundo del vestuario, la tecnología doméstica y la industria del automóvil.

Pero cuando hablamos de innovación tecnológica desprovista de toda noción de moda, estaremos hablando de algo mucho más trascendente: modernidad. La modernidad no es un fin en sí mismo, y tampoco un fin abstracto. La entiendo como un manifiesto visionario, la expresión filosófica y estética de una época; respuesta a una aspiración colectiva planteada explícitamente y acorde con nuestra comprensión del mundo y sus desafíos, aspiraciones que hoy nos obligan a manifestarnos sobre conceptos como el bienestar colectivo, la belleza y sanidad del entorno, la eficiencia, la economía, la sustentabilidad, la responsabilidad social, la conservación de la cultura y, por qué no, también sobre el optimismo necesario, la confianza en el emprendimiento y el ingenio humano, la capacidad de acuerdo y organización, la fe irrenunciable en el porvenir.
Me pregunto si el Chile de hoy puede ser genuinamente moderno, innovador, o si está condenado a conformarse con el espejismo de las modas. Hubo un momento de la historia en que Chile fue ejemplarmente moderno. Lleno de joven orgullo republicano, y ayudado por las riquezas del salitre, durante el siglo XIX Valparaíso llegó a ser de verdad una de las ciudades más avanzadas del planeta, al mismo tiempo que el país lograba conectar la mayor parte de su territorio mediante una extensa y compleja red de ferrocarril, entonces vanguardia pura. También Chile, a mediados del siglo XX, fue innovador extraordinario con un sistema de televisión entregado en concesión exclusiva a las universidades, así como fue capaz de organizar un campeonato mundial de fútbol, cosa que hoy parece más allá de toda posibilidad.

¿Qué es, exactamente, innovación tecnológica? ¿Qué sentido tiene tanto emprendimiento, y para qué sirve en nuestras vidas? ¿Cuál es el espíritu detrás de la innovación? En una interpretación cínica, de acuerdo con la filosofía del consumo como factor indispensable para mantener aceitada la relojería del crecimiento económico supuestamente perpetuo y sin límites, la innovación sería necesaria para justificar el constante reemplazo de bienes mediante la renovación de aspiraciones, tendencias y paradigmas. Es decir, una teoría de la moda, pero no como la espontánea evolución estética de una generación o de un colectivo social cuando adopta una nueva postura al asomarse a los confines del conocimiento –aquello que llamaríamos “vanguardia”– sino como un perfecto negocio, fríamente diseñado y dosificado gracias a exhaustivos estudios de mercadeo para deslumbrar al incauto consumidor, temporada tras temporada, con la ilusión de novedad más que con el adelanto propiamente tal, como ocurre hoy con el mundo del vestuario, la tecnología doméstica y la industria del automóvil.

Pero cuando hablamos de innovación tecnológica desprovista de toda noción de moda, estaremos hablando de algo mucho más trascendente: modernidad. La modernidad no es un fin en sí mismo, y tampoco un fin abstracto. La entiendo como un manifiesto visionario, la expresión filosófica y estética de una época; respuesta a una aspiración colectiva planteada explícitamente y acorde con nuestra comprensión del mundo y sus desafíos, aspiraciones que hoy nos obligan a manifestarnos sobre conceptos como el bienestar colectivo, la belleza y sanidad del entorno, la eficiencia, la economía, la sustentabilidad, la responsabilidad social, la conservación de la cultura y, por qué no, también sobre el optimismo necesario, la confianza en el emprendimiento y el ingenio humano, la capacidad de acuerdo y organización, la fe irrenunciable en el porvenir.

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