La utopía del otro modelo

Columnistas
Diario El Mercurio, Martes 27 de agosto de 2013


"La fe de los autores en el barco que aspiran a dirigir u orientar es tan profunda que, como el capitán del titanic, no logran ver ni les importa demasiado el iceberg con el que inevitablemente se estrellarán: el de la realidad..."


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Joseph Schumpeter profetizó que el capitalismo sucumbiría, entre otras razones, por la emergencia de una clase de individuos que haría de la destrucción del sistema una rentable profesión: los intelectuales. Ellos serían, según el profesor de Harvard, quienes crearían la atmósfera social necesaria para derribar el orden económico libre.

A nivel local, el libro "El otro modelo" parece encajar en la categoría de Schumpeter. De manera franca y entusiasta los autores nos dicen que quieren aprovechar el cambio en la hegemonía intelectual de nuestro país para poner fin al sistema económico liberal que ha regido en los últimos 30 años. Según este grupo de cinco académicos, de los cuales cuatro son profesores de universidades privadas, "si de una batalla de ideas se trata, es entonces en calidad de arma que este libro debe ser leído". Y el arma en cuestión es peligrosa, pues está cargada con aquellas municiones que solo el sentido de misión y la fe pueden procurar.

Una muestra de ello se pudo ver hace un tiempo en un programa de televisión en que se encontraban dos de los autores -Guillermo Larraín y Alfredo Joignant- junto al economista Rolf Lüders y la historiadora Patricia Arancibia. Visiblemente preocupada, esta última les preguntó a los autores por qué otro modelo si el que tenemos ha sido el más exitoso que jamás hayamos conocido. La pregunta es crucial no solo porque apela al más elemental sentido común -¿por qué cambiar algo que es un éxito?-, sino porque los mismos autores reconocen en su libro que este modelo económico ha sido el que más prosperidad ha generado. La respuesta la daría Joignant minutos después: de lo que se trata, sugirió, no es de cómo funciona la realidad, sino de visiones normativas, es decir, de ideologías.

Como recordara el ex socialista Jean-Francois Revel, esta es la diferencia central entre liberalismo y socialismo: el primero reconoce en la realidad la fuente de información y el juez del correcto fundamento de la acción, el segundo no. El socialismo, ideología que, con concesiones, claramente inspira "El otro modelo", es construido de manera a priori y promete resolver todos los problemas humanos. El liberalismo reconoce que no puede construirse una sociedad más perfecta de lo que somos los seres humanos y que por tanto nunca podremos arreglarlo todo. El primero es utópico y fracasa; el segundo, realista y funciona. Este utopismo explica la crítica que hace "El otro modelo" al sistema liberal chileno en el sentido de que este no resuelve "todos los problemas", algo que por su naturaleza realista este jamás pretendió.

Pero el libro además cae en una evidente contradicción, ya que por un lado sostiene que el "neoliberalismo" es una utopía y por otro reconoce que ha funcionado. Si los autores hubieran dedicado al menos una página a explicar por qué la teoría económica liberal fue tan exitosa en Chile -o en el mundo- habrían evitado la contradicción. Ellos mismos, sin embargo, ofrecen una salida al citar al Nobel de Economía Douglass North, para dar cuenta de la adopción del modelo económico por la Concertación. Siguiendo a North argumentan que las creencias en favor del modelo bajo el gobierno de Aylwin se vieron reforzadas debido al crecimiento económico acelerado que este producía.

Hasta ahí llegan los autores. Pero el mismo North nos explica también que son aquellas teorías que mejor entienden la realidad económica las que dan los mejores resultados. Según North entonces, nuestro éxito se debe a que el modelo actual interpreta mejor que otros cómo funciona la realidad económica, es decir, cómo actuamos los seres humanos. Es más, el mismo North se refirió al caso de Chile el año 2004 afirmando que nuestro éxito se debía a que los Chicago Boys habían creado las instituciones necesarias para incentivar actividades productivas y crear riqueza.

Si North tiene razón, y los autores de "El otro modelo" así parecen creerlo, entonces no es utopía lo que caracteriza al actual modelo sino un sano entendimiento acerca de cómo funciona la realidad. Por eso ha sido un éxito. "El otro modelo" en cambio, bota por la borda lo que ha enseñado North -y la experiencia histórica-, suponiendo que se puede construir un mundo mejor usando una teoría económica esencialmente opuesta a la liberal. Y eso es una utopía, no porque pretenda ponérsele fin al sistema económico actual. Eso se puede hacer perfectamente y así como van las cosas probablemente se hará y Chile deberá pagar el precio.

La utopía consiste en creer, como si las leyes económicas y la naturaleza humana fueran hoy distintas de lo que eran hace 30 años, que el modelo estatista radical que "El otro modelo" sugiere, no solo va a corregir muchas de las imperfecciones del actual sistema y lograr un paraíso igualitario, sino que además lo va a superar incluso en aquello que todos admiten este ha hecho bien. El origen de esta utopía se encuentra en el estatismo romántico de la obra. Sumado a un antiliberalismo e igualitarismo casi delirantes, este elemento lleva a los autores a conferir al Estado una personalidad propia, como si fuera un ente más allá del bien y el mal capaz de elevarnos a un orden moral y material superior, lejos de las miserias del mercado.

Para los autores, la actividad estatal debe ser omnipresente porque así lo requiere el "interés general", concepto que no demuestran pero que entienden como aquello que se construye políticamente y que incorpora, difiere y al mismo tiempo trasciende al interés individual, como si todo eso fuera posible al mismo tiempo. Esta acrobacia conceptual es propia de las corrientes colectivistas, las que al aludir a abstracciones en lugar de realidades concretas logran hacer defendible cualquier cosa. Típicamente, lo que el colectivismo justifica como máxima expresión de moralidad es el sacrifico del individuo en nombre del colectivo bajo la falsa pero atractiva premisa de que lo que es bueno para el todo lo es también para la parte. Indudablemente es ese espíritu colectivista el que inspira "El otro modelo".

Los autores no dejan duda alguna al respecto al sintetizar el mensaje de su libro en una poética metáfora según la cual los chilenos debiéramos "navegar todos juntos en un mismo barco hacia destinos significativos". En esta visión de la historia, heredera de ese enemigo de la sociedad abierta que fue Hegel, no hay destino significativo que no sea colectivo, por lo que el barco necesariamente debe ser el Estado, el que debe forzarnos, en nuestro propio beneficio, a emprender la travesía común. Los capitanes de ese barco, por cierto, son los autores de "El otro modelo" o intelectuales afines, que saben mejor que cada uno de nosotros cuál es nuestro bien y cómo construir una sociedad decente, concebible solo como resultado de la actividad estatal.

El problema, más allá de la obvia incompatibilidad de "El otro modelo" con una sociedad de personas libres, es que la fe de los autores en el barco que aspiran a dirigir u orientar es tan profunda que, como el capitán del Titanic, no logran ver ni les importa demasiado el iceberg con el que inevitablemente se estrellarán: el de la realidad.

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