Un aerolito en el arte de la fotografía‏



Vidas de santos
por  Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 05 de Julio de 2013
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2013/07/05/vidas-de-santos.asp
He visto fotografías, exposiciones, dibujos, manuscritos de Sergio Larraín desde hace décadas. Lo acompañé más de alguna vez a lugares del valle central de Chile, de Santiago, de Valparaíso, de la región de Zapallar, Cachagua, La Ligua, donde sacaba sus fotos. Hicimos juntos el primer reportaje a Violeta Parra de la prensa chilena, en la revista Eva que dirigía la talentosa Lenka Franulic: el Queco a cargo de la parte gráfica, yo de la escritura. Me acuerdo todavía de don Emilio Lobo, con su guitarrón grueso y ornamentado, cantando canciones a lo humano en la casa de Nicanor en el barrio de Bilbao. Se trataba de un banquete del Rey Nabucodonosor, de la Biblia, con muchas empanadas, costillares, chorizos, vinos de la región de Parral, chichas de Putaendo y Talagante. Supongo que Sergio también fotografió al cantor de los parajes transitados por Violeta, pero no sé dónde quedaron las fotografías.
La sala de exposiciones de Arles, en una plaza republicana, junto al edificio de la alcaldía, se encuentra detrás de una fachada que me parece renacentista. Tiene aspecto de recinto religioso, capilla, sacristía, espacio conventual o arzobispal, y me lleva a observar las fotografías con otra mirada: la de una compasión radical, la de un alejamiento y una crítica de la realidad. Es un aerolito en el arte de la fotografía, comentan los críticos franceses, suizos, alemanes. Veo al padre Alberto Hurtado, San Alberto Hurtado, mi antiguo profesor en las aulas del San Ignacio, hablando con Sergio y sus amigos, tratando de mostrarles las realidades que la gente no quiere mirar. Sergio se convirtió en el fotógrafo de esas realidades terrestres y también celestes. Puso la cámara al nivel de los adoquines de las calles pobres: en los cerros de Valparaíso, en Chiloé, en Sicilia y Nápoles. Aparecieron niños aglomerados, olvidados, niñas tiernas y sufrientes, ancianos en condiciones limítrofes, perros vagos, con una pata coja, colgante, bajo luces espectrales, de amanecer o de crepúsculo. Ahora comprendo que las excursiones en una camioneta vieja, conducida por el santo futuro, rumbo a poblaciones marginales, estaban en el origen de esta toma de conciencia extraordinaria. El Queco se apartó y llegó a pensar en destruir su obra, como pensó Franz Kafka, otro gran marginado del siglo XX, en destruir la suya. Pensarlo sin pensarlo, queriendo y no queriendo. Hay algo de chispazo, de iluminación: despojarse, liberarse, purificarse, para comenzar a ver.
Entro a un espacio catedralicio, cardenalicio, de un gótico tardío, y me encuentro con las instalaciones de Alfredo Jaar. Es otro que huye de las realidades cotidianas, dadas, para encontrar cosas que están a la vista, pero que nos resistimos a ver. Es una filosofía de lo que no se ve y que salta, sin embargo, a la vista. Son dos caminos de chilenos que se despojan, que practican una forma de ascesis, una limpieza interna. Pero el método de Jaar es profundamente conceptual y el de Larraín es sensorial, ultra sensible. Y la visión de Chile de ambos, a su modo, es un invento donde la infancia chilena, el terreno nutricio, están y a la vez desaparecen.
Me parece que en el primer tomo de mis memorias, en alguna parte, narré mi llegada a la casa de la familia de Sergio, hacia fines de la década de los cuarenta del siglo pasado, a un jardín que no quedaba lejos del Canal San Carlos de Santiago. Noté un movimiento en las ramas de un árbol, en la mitad de su altura, y advertí que dos ojos de adolescente nos miraban, que espiaban nuestros movimientos con máxima atención. Algunas semanas más tarde fui invitado a subir al árbol observatorio, donde el Queco ocupaba una terraza formada por cuatro o cinco tablas. En la exposición de Arles veo que hay cámaras colocadas a ras de tierra y en las alturas, en los rincones de ventanas indiscretas. Abro después el extraordinario libro de Agnès Sire, editado por Xavier Barral, y compruebo que Sergio Larraín describe con la mayor lucidez su proceso de ascetismo, de purificación, dirigido a encontrar el momento místico, el de enfocar y apretar el botón. El se apartó, por la razón que sea, y yo me encuentro con lugares desaparecidos de mi juventud: el escenario del Roland Bar o del Río de Janeiro de Valparaíso, frente al edificio gris, con un reloj encima de la puerta principal, de la Aduana; el del Siete Espejos a la subida de uno de los cerros, no sé ahora si del Cerro Cárcel. Porteños y marinos borrachos, galanes de barrio peinados “a la cachetada”, jóvenes entradas en carnes, entre cariñosas y embriagadas, semi desnudas. Desde hace rato, pero sobre todo desde el encuentro de Arles de este verano del norte, Sergio Larraín es una leyenda europea. Como llegó a serlo en su tiempo y dejó después de serlo, ante la indiferencia nuestra, Vicente Huidobro. Como lo son, hasta cierto punto, San Alberto Hurtado y Violeta Parra, que rondan y se asoman en algún lado de esta muestra. Quizá esté bien que nosotros sigamos en la indiferencia, aun cuando las instituciones culturales chilenas, esta vez, se preocuparon y dieron su apoyo. Un exceso de interés institucional podría, quizá, destruir la magia. Pero los chilenos no perderíamos nada si pusiéramos un poco de atención en el asunto.

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