Oficio


"Entiendo cada día más la idea de Duchamp de que los artistas -digamos, en nuestro caso, los escritores- tendrían que ganarse la vida en un trabajo distinto al de su oficio. No se trata de una propuesta moral, sino de una solución práctica..."


Entiendo cada día más la idea de Duchamp de que los artistas -digamos, en nuestro caso, los escritores- tendrían que ganarse la vida en un trabajo distinto al de su oficio. No se trata de una propuesta moral, sino de una solución práctica para preservar viva la llama del espíritu o esa especie de luz de pórtico que un día lejano nos llevó -brillando tenuemente en la distancia- a desechar los caminos establecidos para tomar las sendas perdidas e improbables del bosque.

A veces, pasando frente a la Librería Universitaria a las seis de la tarde, he deseado ser un ingeniero que vuelve de su oficina céntrica y se mete a ese lugar -como si cruzara la frontera entre dos mundos- a buscar o a encontrar algo que no sabe qué es, pero que ofrece altas probabilidades de revolucionarle el pensamiento: un poema en latín sobre un jardín secreto, una novela de tono exasperado con hollín de ciudad y chimeneas industriales y parques vespertinos, una volada surrealista con dosis de animismo africano en la que el fuego nocturno de la selva parece retumbar a través de las palabras.

Menciono esa librería porque ahí recalaba cuando era un niño que quería ser escritor. Me gustaba asomarme al universo literario del cual conocía, a veces incluso con informaciones erradas, unas pocas coordenadas, unas cuantas zonas muy próximas al concepto de literatura que se manejaba en mi casa. Los nombres de los autores en los lomos de los libros aún no leídos nuevos se grababan en la mente con el aura de su extranjerismo: Dostoievski, Koczinsky, Bachelard.

Nunca más he podido recuperar esa clase de emociones. Hoy, los libros desbordan el exiguo espacio de mi departamento y se manifiestan en su odiosa condición de objetos que exigen tomar decisiones. En su desorden parecen clamar por una clasificación racional o sentimental o de cualquier índole. Cada título es como un grito: ¡mira hacia este lado de la realidad!, considérame, escúchame, cuídame.

Yo enseño precisamente literatura en la universidad y he debido por ello desechar los escrúpulos de Beckett, quien renunció a un trabajo similar por no estar seguro de las cosas de las que hablaba. Como los silencios televisivos, la inseguridad es un elemento inconveniente cuando uno se sube a cualquier escenario. Y el silencio mismo, qué hacer con él desde la cátedra, aun cuando sabemos que la literatura está cruzada de silencios.

Se me ocurre que la mejor manera de transferir experiencias literarias a jóvenes de antenas desplegadas ("cuando el discípulo esté preparado aparecerá el maestro", asegura un proverbio vagamente chino) es la conversación que se suele dar en los pasillos o en las esquinas de los encuentros casuales. Al menos así es como yo aprendí años ha algunas cuestiones que me hacen sentido todavía: parando profesores en las inmediaciones de las salas de la universidad. Como alumno propiamente tal siempre me distraía con el zumbido de los neones o con la gente que se veía a través de la ventana, por allá lejos, en grupos dispersos en el pasto, entre los árboles.

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