Carlos Peña: "...en la universidad deben imperar siempre las mejores razones, y no las que se pronuncian con más fuerza o las que tienen más dinero detrás de ellas...".
Uno de los deberes fundamentales de las universidades es cultivar el diálogo racional. Desgraciadamente el debate sobre la educación superior en Chile parece haberlo abandonado. No se explica de otra manera que circulen, como moneda corriente, un conjunto de falacias a las que todos asisten sin escándalo alguno.
Una somera revisión de ellas podría ayudar a que el debate recupere el talante racional que nunca debió abandonar.
La primera de todas es la confusión entre lo estatal y lo público. Por razones que habría que dilucidar, se insiste, ya casi con majadería, en que basta que una institución sea estatal para que entonces sea pública y, viceversa, que sea ajena al Estado para que carezca de esa característica. ¿Qué definición de lo público es la que subyace a esas afirmaciones?
En la literatura se conocen al menos tres criterios para determinar lo público de una cierta actividad: el carácter de los bienes que ella produce, el diálogo sin restricciones que posibilita, los intereses generales que mediante ella se promueven. Es obvio que bajo cualquiera de esos criterios lo público es independiente de lo estatal. La Universidad de Concepción, la Universidad Austral son universidades privadas, pero nadie discutiría su carácter incuestionablemente público.
No cabe duda entonces de que lo público no proviene del carácter estatal de una institución. Habrá entonces que discutir un criterio que permita discriminar mejor entre universidades públicas y privadas.
La segunda falacia es la que asigna un valor casi categorial a la distinción entre las universidades que pertenecen al Consejo de Rectores y aquellas que no. Esta distinción muestra toda su debilidad cuando se atiende al hecho de que tanto entre las universidades creadas antes de 1981 como las nacidas después hay instituciones de la más diversa índole, tanto desde el punto de vista de su forma de gobierno como desde el punto de vista de su calidad. Así entonces, ¿por qué seguir manejando esa distinción como si ella reflejara una realidad valiosa que convendría dejar incólume?
La tercera falacia que por estos días se ha puesto de manifiesto es la de la autonomía universitaria concebida como franquía. La pretensión -casi siempre inconfesada, pero que los hechos ponen una y otra vez de manifiesto- de que todas las actividades que los estudiantes realizan al interior de los recintos universitarios, sean intelectuales o no, poseen pureza de intenciones y están plenamente justificadas. Todos saben, sin embargo, que no es así. La coacción que impide las clases, la ocupación violenta de las sedes de las universidades dañan severamente el trabajo intelectual que les corresponde. Sobre esto no hay dos opiniones en la literatura desde Kant a Adorno.
Entre nosotros, sin embargo, hay un cierto entumecimiento de la capacidad crítica frente a ese fenómeno. A pretexto de la democracia hay una obvia connivencia intelectual con esos actos que, en los hechos, desafían toda posibilidad de diálogo. No se trata de pedir a las autoridades que llamen a la fuerza pública para despejar los recintos universitarios (algo así es injustificado), pero se trata de recuperar la capacidad intelectual (que el miedo suele inhibir) para que sus autoridades y sus académicos digan a los estudiantes, con toda claridad, que ni los mejores pretextos justifican impedir en las universidades el cumplimiento del deber intelectual de sus miembros.
La cuarta falacia es la de la democratización. La falacia no consiste en demandar democracia y participación al interior de las universidades (algo así está perfectamente justificado), sino en promover la idea de que hay una sola forma de gobierno (la triestamentalidad o algo que se le parece) que se condice con la esencia de la universidad. Para mostrar lo falaz y embustero de esa idea basta señalar que algunas de las mejores universidades del mundo (entre las que no se cuentan desgraciadamente las latinoamericanas) no poseen una forma de gobierno que siquiera se acerque a esa idea. ¿Dejaron ellas de ser universidades entonces? ¿Poseen acaso una dignidad que está por debajo de las latinoamericanas que sí se ciñen a ella?
La quinta falacia es relativa al sentido de la administración universitaria. Ella acabará dañando severamente a nuestras mejores universidades. Consiste en creer que las autoridades universitarias se deben a los miembros de la universidad o a los controladores de la misma y no al proyecto intelectual que la universidad está llamada a cumplir. Cuando las autoridades se conciben como mandatarias de los miembros de la universidad (que es lo que ocurre en algunas universidades estatales) o de sus controladores (que es lo que ocurre en la mayor parte de las universidades privadas), acaban diciendo o, lo que es peor, pensando o haciendo lo que suponen agradará a los que más vociferan o a los que tienen el poder.
En la universidad, en cambio, deben imperar siempre las mejores razones, y no las que se pronuncian con más fuerza o las que tienen más dinero detrás de ellas. ¿Es tan difícil promover una regla tan básica como esa, la única que asegura el diálogo racional que las universidades están llamadas a cultivar?
No cabe duda de que el sistema universitario posee severos defectos (el principal de todos es la desregulación que padece y la infracción de la ley en que algunas universidades, especialmente privadas, han incurrido), pero ninguno de ellos se superará si las autoridades de las universidades públicas se inhiben de poner límites racionales al fervor de la hora y las de las universidades privadas enmudecen abrigando la esperanza de que nada cambie.
Carlos Peña
Rector
Universidad Diego Portales
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