Meditación del día de Hablar con Dios
31 de mayo
LA VISITACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN*
Fiesta
— Servicio alegre a los demás.
— Buscar a Jesús a través de María.
— El Magnificat.
I. Venid, oíd los que teméis a Dios y os contaré las maravillas del Señor en mi alma1, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Poco después de la Anunciación, se dirigió Nuestra Señora a
visitar a su pariente Isabel, que vivía en la región montañosa de Judea,
a cuatro o cinco jornadas de camino. Por aquellos días -señala San Lucas-, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá2.
La Virgen, al conocer por medio del ángel el estado de Isabel, movida
por la caridad, se apresura a ir para ayudarla en las necesidades
normales de la casa. Nadie la obliga; Dios, a través del ángel, no le ha
exigido nada en este sentido, e Isabel no ha solicitado su ayuda. María
hubiera podido permanecer en su propia casa, para dedicarse a preparar
la llegada de su Hijo, el Mesías. Pero se pone en camino cum festinatione, con alegre prontitud, con gozo inefable, para prestar sus servicios sencillos a su prima3.
Nosotros la acompañamos por aquellos caminos en nuestra oración, y le decimos, con las palabras que leemos en la Primera lectura de la Misa: Exulta,
hija de Sión, alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén
(...). El Señor Dios tuyo, el fuerte, está en medio de ti. Él te
salvará, se gozará sobre ti con alegría (...), se regocijará sobre ti
con júbilo eterno4.
Es fácil imaginar el inmenso gozo que llevaba Nuestra Madre en su corazón y el deseo grande de comunicarlo. Mira, también Isabel, tu prima, ha concebido un hijo...,
le había indicado el ángel. Según este testimonio expreso, se trataba
de una concepción prodigiosa, y estaba relacionada de algún modo con el
Mesías que iba a venir5. Después de este largo viaje, Nuestra Señora entró en casa de Zacarías y saludó a su pariente. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo.
Aquella casa quedó transformada por la presencia de Jesús y de María.
Su saludo «fue eficaz en cuanto llenó a Isabel del Espíritu Santo. Con
su lengua, mediante la profecía, hizo brotar en su prima, como de una
fuente, un río de dones divinos (...). En efecto, allí donde llega la llena de gracia, todo queda colmado de alegría»6.
Es este un prodigio que hace Jesús a través de María, asociada desde
los comienzos a la Redención y a la alegría que Cristo trae al mundo.
La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta una faceta de
la vida interior de María: su actitud de servicio humilde y de amor
desinteresado para quien se encuentra en necesidad7.
Este suceso, que contemplamos en el segundo misterio de gozo del Santo
Rosario, nos invita a la entrega pronta, alegre y sencilla a quienes nos
rodean. Muchas veces el mayor servicio que prestaremos será
consecuencia del gozo interior que se desborda y llega a los demás. Pero
esto solo será posible si nos mantenemos muy cerca del Señor, mediante
el fiel cumplimiento de los momentos de oración que tenemos previstos a
lo largo del día: «la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta
siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la
alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo»8.
¿«Llevamos» con nosotros a Cristo, y con Él la alegría, allí a donde
vamos... al trabajo, en la visita a unos vecinos, a un enfermo...?
¿Somos habitualmente causa de alegría para los demás?
II. A la llegada de Nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama en voz alta: Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí
tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto
llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.
Isabel no se limita a llamarla bendita, sino que
relaciona su alabanza con el fruto de su vientre, que es bendito por los
siglos. ¡Cuántas veces hemos repetido también nosotros estas mismas
palabras, al recitar el Avemaría!: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.
¿Las pronunciamos con el mismo gozo con que lo hizo Isabel? ¡Cuántas
veces pueden servirnos como una jaculatoria que nos una a Nuestra Madre
del Cielo, mientras trabajamos, al caminar por la calle, al contemplar
una imagen suya!
María y Jesús siempre estarán juntos. Los mayores prodigios
de Jesús serán realizados –como en este caso– en íntima unión con su
Madre, Medianera de todas las gracias. «Esta unión de la Madre con el
Hijo en la obra de la salvación –afirma el Concilio Vaticano II– se
manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su
muerte»9.
Aprendamos hoy, una vez más, que cada encuentro con María
representa un nuevo hallazgo de Jesús. «Si buscáis a María, encontraréis
a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en este corazón de
Dios que se anonada (...)»10, que se
hace asequible en medio de la sencillez de los días corrientes. Este don
inmenso –poder conocer, tratar y amar a Cristo– tuvo su comienzo en la
fe de Santa María, cuyo perfecto cumplimiento Isabel pone ahora de
manifiesto: «la plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el
don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la
Visitación, indica cómo la Virgen de Nazareth ha respondido a este don»11. La Virgen, que ya había pronunciado su fiat
pleno y entregado, se presenta en el umbral de la casa de Isabel y
Zacarías, como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de
Isabel12 y también el nuestro, al que nunca terminaremos de acostumbrarnos.
III. El clima que rodea este misterio que contemplamos en el
Santo Rosario, la atmósfera que empapa el episodio de la Visitación es
la alegría; el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el
Bautista exulta de alegría en el seno de Santa Isabel; esta, llena de
alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor;
María eleva el Magnificat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica13.
A las alabanzas de Isabel, Nuestra Señora responde con este canto de
júbilo. El hogar de Zacarías y de Isabel rezuma el espíritu más puro del
Antiguo Testamento. Y María encierra en su seno el Misterio que dará
paso al Nuevo. El Magnificat es «el cántico de los tiempos
mesiánicos, en el que confluyen la alegría del antiguo y del nuevo
Israel (...). El cántico de la Virgen, dilatándose, se ha convertido en
plegaria de la Iglesia de todos los tiempos»14.
En este ambiente es donde tiene pleno sentido la expresión de lo que María lleva guardado en su corazón. El Magnificat
es la manifestación más pura de su íntimo secreto, revelado por el
ángel. No hay en él rebuscamiento ni artificio: estas palabras son el
espejo del alma de Nuestra Señora; un alma llena de grandeza y tan
cercana a su Creador: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.
Y junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una profecía: desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. «Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios,
a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades,
con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto
del pueblo de Dios hacia María creció maravillosamente en veneración y
amor, en invocaciones y deseo de imitación, en conformidad de sus mismas
palabras proféticas: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso»15.
Nuestra Madre Santa María no se distinguió por hechos
prodigiosos; no conocemos por el Evangelio que haya obrado milagros
mientras estuvo en la tierra; pocas, muy pocas, son las palabras que de
Ella nos ha conservado el texto inspirado. Su vida de cara a los demás
fue la de una mujer corriente, que ha de sacar adelante su familia. Sin
embargo, se ha cumplido puntualmente esta maravillosa profecía. ¿Quién
podría contar las alabanzas, las invocaciones, los santuarios en su
honor, las ofrendas, las devociones marianas...? A lo largo de veinte
siglos la han llamado bienaventurada personas de todo género y
condición: intelectuales y gente que no sabe leer, reyes, guerreros,
artesanos, hombres y mujeres, personas de edad avanzada y niños que
comienzan a balbucear... Nosotros estamos cumpliendo ahora aquella
profecía. Dios te salve, María, llena eres de gracia..., bendita tú eres entre todas las mujeres..., le decimos en la intimidad de nuestro corazón.
De modo particular la hemos invocado a lo largo de este mes
de mayo, «pero el mes de mayo no puede terminar; debe continuar en
nuestra vida, porque la veneración, el amor, la devoción a la Virgen no
pueden desaparecer de nuestro corazón, más aún, deben crecer y
manifestarse en un testimonio de vida cristiana, modelada según el
ejemplo de María, el nombre de la hermosa flor que siempre invoco // mañana y tarde, como canta Dante Alighieri (Paradiso 23, 88)»16.
Tratando a María, descubrimos a Jesús. «¡Cómo sería la mirada alegre de
Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede
contener su alegría –“Magnificat anima mea Dominum!” –y su alma
glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.
»¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo»17.
1 Antífona de entrada. Sal 65, 16. — 2 Lc 1, 39-56. — 3 Cfr. M. D. Philippe, Misterio de María, p. 142 . — 4 Sof 3, 14; 17-18. — 5 Cfr. F. M. Willam, Vida de María, p. 85. — 6 Pseudo Gregorio Taumaturgo, Homilía II sobre la Anunciación. — 7 Juan Pablo II, Homilía 31-V-1979. — 8 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 566. — 9 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 57-58. — 10 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 144. — 11 Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 12. — 12 Cfr. Ibídem, 13. — 13 Cfr. ídem., Homilía 31-V-1979. — 14 Pablo VI, Exhor. Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, 18. — 15 Conc. Vat. II. Const. Lumen gentium, 66. — 16 Juan Pablo II, Homilía 25-V-1979. — 17 San Josemaría Escrivá, Surco, 95.
* La fiesta de hoy, establecida por Urbano VI en 1389, está
situada entre la Anunciación del Señor y el nacimiento de Juan el
Bautista, en armonía con el relato evangélico. Se conmemora la visita de
Nuestra Señora a su pariente Isabel, ya entrada en años, para ayudarla
en la espera de su maternidad, y al mismo tiempo compartir con ella el
júbilo de las maravillas obradas por Dios en ambas. Esta fiesta de la
Virgen con la que terminamos el mes a Ella dedicado, nos manifiesta su
mediación, su espíritu de servicio y su profunda humildad. Nos enseña a
llevar la alegría cristiana allí a donde vamos. Como María, hemos de ser
siempre causa de alegría para los demás.
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