...por ahora, no hay razón para temer de nosotros mismos‏



Una red que nos contenga *
por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Martes 18 de Diciembre de 2012

*: Para comprender esta columna hay que leer la saga,
particularmente la anterior:

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Parado al lado del ventanal, el sol mortecino de la tarde me cae en la cara mientras la escucho hablar. Antonia ha llegado a mi departamento para conversar, aunque lejos de hacerlo, se dedica a exponer desde un podio imaginario las formas correctas de llevar una relación. Como si se tratase de una charla magistral, va explicando las cosas que le cargan de mí y que, tenía plena certeza, yo nunca cambiaría. Así fue pasando lista de mis defectos, deteniéndose en algunos más que en otros, diciéndome que cómo era posible que le mintiera para ir a ver a "esa", que si acaso yo la creía tan tonta como para no enterarse (sentenciando amenazadora "todo se sabe, Gustavo, todo se sabe", como si se tratara de un inquisidor juzgando a un aprendiz de brujo), para luego disparar toda su artillería contra Mariana ("siempre me cayó mal esa mina, aunque ahora creo que se merecían el uno con el otro") y rematar con un "creo que será mejor dejar esto hasta aquí". En casi media hora, Antonia ha repasado de punta a cabo mi currículum sentimental para comunicarme que no estoy capacitado para la labor solicitada.
Me parece llamativo ver cómo los celos poseen a Antonia, haciéndola hablar a través de esa oscuridad que provocan. Y es más irónico pensar que una de las cosas que me hizo terminar con Mariana fue que yo sentía muchos celos de sus amigos o, por lo menos, de uno en especial al que siempre detesté. Nunca supe si realmente me engañó, pero me inclino a pensar que sí lo hizo, y aunque no la puedo culpar por haberse dejado llevar por esa pasión externa que la consumió mientras pololeamos, esa sensación obsesiva e iracunda me fue devastando durante el último tiempo que estuvimos juntos. El día en que terminamos yo también hablé poseído por ese espíritu maligno, comunicándome desde lo más oscuro de mí mismo, y la aborrecí mientras la imaginaba con ese otro tipo, sintiéndome un tonto absoluto. Aquella tarde Mariana me miró con una profunda compasión -sólo ella sabrá si lo hizo desde la aceptación del engaño o indignada por una falsa acusación- y, sin dejarme terminar, asqueada quizás de mi agresiva autocompasión, se fue, dejándome solo y silencioso, con la indignante certeza de que todo había acabado.
"¿No piensas decirme nada?", me increpa Antonia, dispersando mis recuerdos de golpe y devolviéndome a la realidad. Yo la miro con tranquilidad, intentando entenderla, sabiendo lo fracturado que uno se siente cuando parece que estamos perdiendo el control de lo que hemos conseguido con esfuerzo. Tengo claro que nada de lo que pueda decirle ahora la calmará, que, al contrario, alguna palabra o defensa mal empleada puede reavivar el enojo que le produce sentirse insegura, así es que prefiero evitar las peroratas, las disculpas innecesarias, los argumentos no solicitados, y me acerco a abrazarla, sabiendo que me repelerá sin convicción, que intentará alejarme sin fuerzas, para dejar en claro con ese mínimo acto de rechazo que no está jugando, que esto va en serio, pero sabiendo de antemano que finalmente cederá, pues a veces sólo necesitamos una red que nos contenga, sabiendo en nuestro fuero interno que toda esa escena no tiene mucho asidero, ya que, por lo menos por ahora, no hay razón para temer de nosotros mismos.

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