Olas de olvido por Roberto Merino



Para vivir y para sobrevivir no hay ninguna necesidad de recordar los hechos tal y como se dieron en su devenir temporal.  


Diario El Mercurio, domingo 16 de diciembre de 2012

A veces, en los momentos neutros, sentado frente a una mesa sin nada específico que hacer, tengo conciencia de la apabullante acción del olvido en cada segundo de nuestras vidas. La memoria, en efecto, es producto de una síntesis y de una elaboración, y en su incompletitud echa mano a un repertorio de elementos ficticios. Para vivir y para sobrevivir no hay ninguna necesidad de recordar los hechos tal y como se dieron en su devenir temporal. Es más: prestar demasiada atención a su fugacidad abismante nos sacaría de la órbita del mundo, para terminar, como Funes el Memorioso, inmóviles en un camastro.

Quizás en esto radica la atracción que ejerce sobre el ánimo la proximidad de la orilla del mar: lo que se va y vuelve con el mantra del oleaje, lo que siempre se está borrando a sí mismo. Esta imagen la llevamos prendida, por decirlo así, en el espíritu, porque nos da una medida para calibrar una experiencia que puede resultar sobrecogedora. Los niños lo saben bien, mejor que los adultos: a veces, en medio de una escalera o de una cancha de fútbol, intuyen la patente realidad del eterno retorno o de los mundos paralelos. Por lo mismo, alguna vez también se les revela de un golpe el hecho de que todo cuanto se haga y cuanto se diga será tarde o temprano aniquilado por la cal del olvido. Son cosas, en todo caso, en las que no les gusta pensar: súbitas, desagradables certezas.

En su libro Pirámides de tiempo , dedicado al estudio del déj à vu , Remo Bodei nos deja una cita de Walter Benjamin en la que da para copiarla en un papel y ponerla en un lugar visible, porque corresponde a una de esas apreciaciones que uno quisiera, en su simpleza, leer más de una vez para ajustarlas al entendimiento. Habla de los lugares que tienen la propiedad de hacernos "ver el futuro": "Por lo general", escribe Benjamin, "se trata de lugares abandonados; la copa de un árbol junto al muro, un camino sin salida, un pequeño jardín por el que nadie pasa. En sitios como éstos parece que todo cuanto tiene que suceder ya ha sucedido".

Cuántos lugares de este tipo nos vienen a la mente de descuido en descuido: recintos de juegos infantiles vistos por ahí, un retazo de terreno donde medio enterraron un neumático pintado de blanco, el sendero de piedras trizadas y las hiedras de la entrada a una casa a la que fuimos tan sólo una vez, el sol del poniente en los techos más altos de una barriada, permeando el follaje de unos árboles ajenos. La lista podría ser interminable y cada uno de sus componentes proviene de una experiencia real que sin embargo no ha dejado huella en el curso de nuestras existencias. El leve estremecimiento que experimentamos frente a estas interrupciones tiene que ver con la intuición de que nosotros mismos, con nuestras pasiones, pavoneos, convicciones y énfasis nos estamos deshaciendo, en este mismo instante, mientras tragamos, pensamos, respiramos, "en las protervas extensiones de la nada".
 

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