Medea con chachachá por Jorge Edwards



Diario La Segunda, Viernes 14 de Diciembre de 2012
Medea, ópera de Luigi Cherubini, en el Teatro de los Campos Elíseos, centro de la tradición musical y también de la vanguardia, del orden estético y de la aventura. Los versos de Guillaume Apollinaire, los de La bella colorina, los que piden indulgencia para los que buscan territorios mentales diferentes, deberían estar inscritos en las paredes. Aquí se presentaron los ballets rusos de comienzos del siglo pasado, las decoraciones de Picasso, las piezas, entonces escandalosas, de Erik Satie, de Igor Stravinski. La Medea de hoy, anacrónica, por momentos grotesca, provoca los abucheos, las pataletas, los gritos de protesta del público. ¡Mal gusto!, gritan algunos. Me siento transportado a los grandes estrenos escandalosos de la historia: al de Hernani, de Victor Hugo, obra de entrada en el romanticismo del siglo XIX, para citar un caso.
Luigi Cherubini nació en Florencia, Italia, en 1760, y se trasladó a París en 1787. Amaba la ciudad de París y quiso triunfar en ella, cosa que nunca consiguió en forma indiscutible. “Componía fragmentos melodiosos para los hábiles intérpretes del teatro italiano e intentaba estudiar el espíritu de la escuela francesa”, escribió su gran contemporáneo Héctor Berlioz, pero su éxito era “dudoso”. El mayor éxito de Medea se produjo en Berlín y en Viena. Algunos consideran que fue precursora de la ópera wagneriana. En cualquier caso, el canto de la bruja matricida, de una de las grandes furias de la mitología clásica, relacionada con Jasón y con la búsqueda del vellocino de oro, es, en sus momentos mejores, de una fuerza, incluso de una violencia, extraordinarias. La soprano alemana Nadja Michael, habitada por el fantasma terrible, lívida, vestida de trapos negros, alcanza culminaciones estremecedoras. Tiene desplantes eróticos extremos. Pero después hace el papel de una borracha de café pobre. Es una rabiosa provinciana, un tanto grotesca. La escena, abstracta, hecha de materiales livianos, entre opacos y luminosos, se transforma. El coro masculino lleva toallas en los hombros y golpea botellas plásticas de agua mineral contra los muslos. Parece que estamos en un sauna de suburbio. El coro femenino lleva delantales y batines que no se sabe si son de hospital, del mismo sauna, de casa de juegos. Se interrumpe la poderosa melodía de Cherubini y entra un mambo, un chachachá, una estridente música popular transmitida por todos los parlantes empotrados en la escena. El coro se pone a bailar al nuevo, insólito ritmo. La mitad de la audiencia se desgañita, pateando y protestando. La otra mitad aplaude. Uno de los cantantes se dirige al público con expresión irónica, con un desdén excesivo, que rompe su magia de personaje de leyenda.
Se dice que el personaje de Medea, con su arrebato, con algo que se podría llamar “violencia lírica”, tuvo una sucesión directa en las Casandra, las Norma y Lady Macbeth, en las Brunildas y las Elektras del siglo siguiente. La gran intérprete de estos personajes desmesurados, ya más cerca de nosotros, fue María Callas. No sé si poner a Medea en un sauna, o frente a una mesa de tocador pobretona, a un whisky barato, es una innovación interesante, reveladora de algo. Tampoco sus gestos obscenos, en la puesta en escena de Krzystof Warlikowski, agregan mucho. Es una obra fuerte, de grandes arrestos musicales, y volverá a tener, como escribió Berlioz en la época de su estreno, un “éxito dudoso”. Las señoras que bailan chachachá en masa no consiguen redimirla. Más bien, diría yo, la hunden.
He visto tres o cuatro obras bien dirigidas, en el fondo clásicas, y puestas en escena de vanguardia que confunden y emborronan los textos originales. Un Barbero de Sevilla, por ejemplo, lleno de animales que saltaban, que caían del cielo en posiciones retorcidas, invertidas, sin que todo esto tuviera el menor significado ni la menor gracia. Me ha llamado la atención el gusto por las intromisiones arbitrarias en el teatro. Un gran actor amigo me dice que es un gusto general que está destruyendo el teatro de estos días. Puede que sea así, y que las toxinas mentales hayan llegado hasta la ópera. En la década de los sesenta, hacia el 66 o el 67, Alejandro Jodorowsky puso de moda los happening. Llegaba una actriz desnuda en motocicleta. Soltaba una muchedumbre de tortuguitas en el escenario. En seguida, todos, desnudos o vestidos, perseguían con un hacha a las pobres tortuguitas. Le conté el asunto a Louis Aragon, el poeta y novelista, que había sido surrealista en los años veinte del siglo XX, y me dijo que ellos hacían lo mismo en décadas bastante anteriores. Insinuaba en alguna forma que el arte de vanguardia no se puede repetir: que su repetición es una impostura.
Recuerdo los animales que caen en la obra de Beaumarchais, sin finalidad alguna, y las furias griegas, con sus cohortes infernales, que se ponen a bailar chachachá, y no me parece ni siquiera gracioso. Es una repetición, una muletilla, una forma de pereza mental, que se extiende por todos lados.

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