La promesa de las vacaciones por Roberto Merino



Diario Las Últimas Noticias
Lunes 17 de diciembre de 2012

No es novedad que el tiempo se va demasiado rápido,
como una hilacha que alguien tira para desarmar un tejido.

Pareciera que, en la medida en que uno va cumpliendo años,
el suelo se inclina cada vez más y se cubre de una sustancia jabonosa.

No hay solución de continuidad, me decía un amigo:
un momento no lleva a otro momento, como en la juventud,
sino que estamos tratando de mantener la conciencia 
del espacio mientras damos tumbos tobogán abajo.

Los imbéciles hablan de "los años dorados"
para referirse a la vejez, lo que constituye
una caricatura higiénica de la condición humana.

¿Dorados en qué sentido?

Hay en esta afirmación un lugar común flagrante,
a medio camino entre la psicología de autoayuda,
la bravata publicitaria y la desfachatez política:
los años finales de la vida de un hombre 
sería, en este entendido, 
un período de reflexión y de serenidad,
en el cual el individuo recoge los frutos 
que ha sembrado durante su vida 
y se acoge a los beneficios
que le permiten disfrutar 
de una existencia digna, integral, armónica.

A los pobres niños 
también se les aplica
esta clase de conceptos.

Queremos que nuestros niños
incorporen, en su desarrollo,
la conciencia del medio ambiente
y de la tolerancia, decía un educador,
casi con emoción en los ojos.

Por cierto, no estaba vislumbrando
a ninguna persona en particular,
sino a un figurín de su ideología social.

Por fin han empezado las vacaciones escolares
y no podemos dejar de mirar esta circunstancia
con un dejo de nostalgia.

Las vacaciones en la lejana infancia,
eran siempre una promesa de algo,
una extensión que se abría como posibilidad
provocándonos un leve ajetreo nervioso 
en la boca del estómago.

Hasta el aburrimiento
tenía un efecto placentero.

Aplicábamos, sin saberlo,
en la molicie de las tardes
de lento vaciado,
la más oriental de las filosofías:
dejarse estar y dejarse llevar.

El mundo, ancho y ajeno,
no era más que un bullicio
y un resplandor
que nos dejaba incólumes.

Lo que se denomina año escolar
es un entramado bastante siniestro,
de aspavientos de responsabilidad,
de competencia feroz.

En doscientos años más considerarán 
que nuestro sistema educacional
es arbitrario, ciego y aberrante,
tal como nosotros abjuramos
de las viejas prácticas de enseñanza,
de la letra con sangre entra,
del cucurucho con el apodo de burro,
de la huasca correctiva
de los antiguos profesores.

Quizás los niños deberían entrar
a la "escolaridad" cerca de los doce años,
no antes, una vez que han saciado
hasta el hartazgo el ocio productivo
al que parecen más proclives.

Nietzsche habló alguna vez
de la profunda seriedad
de los juegos de los niños.

No sé por qué todo el mundo
se empeña hoy en rasgar vestiduras
en nombre de la educación,
la nueva palabra sagrada.

Da incluso susto poner una nota
de duda sobre la utilidad real de los colegios,
como si con ellos se ofendieran
los preceptos de algún tipo de iglesia.

No sé, las cosas han cambiado tanto:
los jóvenes de antes queríamos básicamente libertad,
los de ahora exigen fiscalización a coro.

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