Meditación del día de Hablar con Dios
Adviento. Tercer domingo
LA ALEGRÍA DEL ADVIENTO
— Adviento: tiempo de alegría y de esperanza. La alegría es estar cerca de Jesús; la tristeza, perderle.
— La alegría del cristiano. Su fundamento.
— Llevar alegría a los demás. Es imprescindible en toda labor de apostolado.
I. La liturgia de la Misa de este domingo nos trae la recomendación repetida que hace San Pablo a los primeros cristianos de Filipos: Estad siempre alegres en el Señor, de nuevo os lo repito, alegraos1 y a continuación el Apóstol da la razón fundamental de esta alegría profunda: el Señor está cerca.
Es también la alegría del Adviento y la de cada día: Jesús está muy cerca de nosotros. Está cada vez más cerca. Y San Pablo nos da también la clave para entender el origen de nuestras tristezas: nuestro alejamiento de Dios, por nuestros pecados o por la tibieza.
El Señor llega siempre a nosotros en la alegría y no en la aflicción. «Sus misterios son todos misterios de alegría; los misterios dolorosos los hemos provocado nosotros»2.
Alégrate, llena de gracia, porque el Señor está contigo3, le dice el Ángel a María. Es la proximidad de Dios la causa de la alegría en la Virgen. Y el Bautista, no nacido aún, manifestará su gozo en el seno de Isabel ante la proximidad del Mesías4. Y a los pastores les dirá el Ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador...5. La Alegría es tener a Jesús, la tristeza es perderle.
La gente seguía al Señor y los niños se le acercaban (los niños no se acercan a las personas tristes), y todos se alegraban viendo las maravillas que hacía6.
Después de los días de oscuridad que siguieron a la Pasión, Jesús resucitado se aparecerá a sus discípulos en diversas ocasiones. Y el Evangelista irá señalando una y otra vez que los Apóstoles se alegraron viendo al Señor7. Ellos no olvidarán jamás aquellos encuentros en los que sus almas experimentaron un gozo indescriptible.
Alegraos, nos dice hoy San Pablo. Y tenemos motivos suficientes. Es más, poseemos el único motivo: El Señor está cerca. Podemos aproximarnos a Él cuanto queramos. Dentro de pocos días habrá llegado la Navidad, nuestra fiesta, la de los cristianos, y la de la humanidad, que sin saberlo está buscando a Cristo. Llegará la Navidad y Dios nos espera alegres, como los pastores, como los Magos, como José y María.
Nosotros podremos estar alegres si el Señor está verdaderamente presente en nuestra vida, si no lo hemos perdido, si no se han empañado nuestros ojos por la tibieza o la falta de generosidad. Cuando para encontrar la felicidad se ensayan otros caminos fuera del que lleva a Dios, al final solo se halla infelicidad y tristeza. La experiencia de todos los que, de una forma o de otra, volvieron la cara hacia otro lado (donde no estaba Dios), ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay alegría verdadera. No puede haberla.
Encontrar a Cristo, y volverlo a encontrar, supone una alegría profunda siempre nueva.
II. Exulta, cielo, alégrate, tierra, romped a cantar, montañas, porque vendrá nuestro Señor8. En sus días florecerá la justicia y la paz9.
El cristiano debe ser un hombre esencialmente alegre. Sin embargo, la nuestra no es una alegría cualquiera, es la alegría de Cristo, que trae la justicia y la paz, y solo Él puede darla y conservarla, porque el mundo no posee su secreto.
La alegría del mundo la proporciona lo que enajena..., nace precisamente cuando el hombre logra escapar de sí mismo, cuando mira hacia fuera, cuando logra desviar la mirada del mundo interior, que produce soledad porque es mirar al vacío. El cristiano lleva su gozo en sí mismo, porque encuentra a Dios en su alma en gracia. Esta es la fuente permanente de su alegría.
No nos es difícil imaginar a la Virgen, en estos días de Adviento, radiante de alegría con el Hijo de Dios en su seno.
La alegría del mundo es pobre y pasajera. La alegría del cristiano es profunda y capaz de subsistir en medio de las dificultades. Es compatible con el dolor, con la enfermedad, con los fracasos y las contradicciones. Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar10, ha prometido el Señor. Nada ni nadie nos arrebatará esa paz gozosa, si no nos separamos de su fuente.
Tener la certeza de que Dios es nuestro Padre y quiere lo mejor para nosotros nos lleva a una confianza serena y alegre, también ante la dureza, en ocasiones, de lo inesperado. En esos momentos que un hombre sin fe consideraría como golpes fatales y sin sentido, el cristiano descubre al Señor y, con Él, un bien mucho más alto. «¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz»11. «¿Qué te pasa?», nos pregunta. Y le miramos y ya no nos pasa nada. Junto a Él recuperamos la paz y la alegría.
Tendremos dificultades, como las han tenido todos los hombres, pero estas contrariedades –grandes o pequeñas– no nos quitan la alegría. La dificultad es algo ordinario con lo que debemos contar, y nuestra alegría no puede esperar épocas sin contrariedades, sin tentaciones y sin dolor. Es más, sin los obstáculos que encontramos en nuestra vida no habría posibilidad de crecer en las virtudes.
El fundamento de nuestra alegría debe ser firme. No se puede apoyar exclusivamente en cosas pasajeras: noticias agradables, salud, tranquilidad, desahogo económico para sacar la familia adelante, abundancia de medios materiales, etcétera, cosas todas buenas, si no están desligadas de Dios, pero por sí mismas insuficientes para proporcionarnos la verdadera alegría.
El Señor nos pide estar alegres siempre. Cada uno mire cómo edifica, que en cuanto al fundamento, nadie puede tener otro sino el que está puesto, Jesucristo12. Solo Él es capaz de sostenerlo todo en nuestra vida. No hay tristeza que Él no pueda curar: no temas, ten solo fe13, nos dice. Él cuenta con todas las situaciones por las que ha de pasar nuestra vida, y también con aquellas que son resultado de nuestra insensatez y de nuestra falta de santidad. Para todos tiene remedio.
En muchas ocasiones, como en este rato de oración, será necesario que nos dirijamos a Él en un diálogo íntimo y profundo ante el Sagrario; y que abramos nuestra alma en la Confesión, en la dirección espiritual personal. Allí encontraremos la fuente de la alegría, y nuestro agradecimiento se manifestará en mayor fe, en una crecida esperanza, que aleje toda tristeza, y en preocupación por los demás.
Dentro de poco, de muy poco, el que viene llegará. Espera, porque ha de llegar sin retrasarse14, y con Él llega la paz y la alegría; con Jesús encontramos el sentido a nuestra vida.
III. Un alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados se han cometido a la sombra de la tristeza! Cuando el alma está alegre se vierte hacia afuera y es estímulo para los demás; la tristeza oscurece el ambiente y hace daño. La tristeza nace del egoísmo de pensar en uno mismo con olvido de los demás, de la indolencia ante el trabajo, de la falta de mortificación, de la búsqueda de compensaciones, del descuido en el trato con Dios.
El olvido de uno mismo, el no andar excesivamente preocupados en las propias cosas es condición imprescindible para poder conocer a Cristo, objeto de nuestra alegría, y para poder servirle. Quien anda excesivamente preocupado de sí mismo difícilmente encontrará el gozo de la apertura hacia Dios y hacia los demás.
Y para alcanzar a Dios y crecer en la virtud debemos estar alegres.
Por otra parte, con el cumplimiento alegre de nuestros deberes podemos hacer mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a Dios. Recomendaba San Pablo a los primeros cristianos: Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo15. Y frecuentemente, para hacer la vida más amable a los demás, basta con esas pequeñas alegrías que, aunque de poco relieve, muestran con claridad que los consideramos y apreciamos: una sonrisa, una palabra cordial, un pequeño elogio, evitar tragedias por cosas de poca importancia que debemos dejar pasar y olvidar. Así contribuimos a hacer más llevadera la vida a las personas que nos rodean. Esa es una de las grandes misiones del cristiano: llevar alegría a un mundo que está triste porque se va alejando de Dios.
En muchas ocasiones el regato lleva a la fuente. Esas muestras de alegría conducirán a quienes nos tratan habitualmente a la fuente de toda alegría verdadera, a Cristo nuestro Señor.
Preparemos la Navidad junto a Santa María. Procuremos también prepararla en nuestro ambiente, fomentando un clima de paz cristiana, y brindemos muchas pequeñas alegrías y muestras de afecto a quienes nos rodean. Los hombres necesitan pruebas de que Cristo ha nacido en Belén, y pocas pruebas hay tan convincentes como la alegría habitual del cristiano, también cuando lleguen el dolor y las contradicciones. La Virgen las tuvo abundantes al llegar a Belén, cansada de tan largo viaje, y al no encontrar lugar digno donde naciera su Hijo; pero esos problemas no le hicieron perder la alegría de que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros.
1 Flp 4, 4. — 2 P. A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Madrid 1966, p. 20. — 3 Lc 1, 28. — 4 Lc 2, 4. — 5 Lc 2, 10-11. — 6 Lc 13, 7. — 7 Cfr. Jn 20, 20. — 8 Is 49, 13. — 9 Sal 71, 7. — 10 Jn 16, 22. — 11 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 249. — 12 1 Cor 3, 11. — 13 Lc 8, 50. — 14 Heb 10, 37. — 15 Gal 6, 2.
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