El mundo interior de La Moneda

 
Un ejército silencioso se mueve en el subsuelo del Palacio. Son los otros habitantes de La Moneda, los dueños de la vida cotidiana. De ellos habla este texto, que forma parte del libro "La Moneda. Palacio de Gobierno de Chile", que publicará Ediciones U. Finis Terrae por encargo de la Dirección de Programación de la Presidencia.   

Diario El Mercurio, sábado 1 de diciembre de 2012
http://diario.elmercurio.com/2012/12/01/el_sabado/el_sabado/noticias/0D3E018A-EE9F-4C38-BA87-2B2B96615A27.htm?id={0D3E018A-EE9F-4C38-BA87-2B2B96615A27}
Cada cuatro años, los 10 de marzo, un viejo gobierno se despide de La Moneda. Todos salen por la puerta de Alameda que, simbólicamente, se cierra. 

Pero el palacio no queda vacío.

Adentro siguen sus funcionarios de siempre. Cocineros, mozos, aseadores, carpinteros, cerrajeros, electricistas, lavanderas, guardias. 

Cuando se van las visitas, ellos permanecen. Recorren discretamente los salones, ponen todo en orden, bajan al subterráneo y allí remiendan, lavan, planchan, atornillan, pulen, barnizan, abren y cierran, encienden y apagan. Para que el palacio siga funcionando. A la espera de sus nuevos habitantes.

Ruperto Rosales viene de Renalco, de Temuco al interior. Llegó jovencito al Diego Portales, en 1976. "Hice la carrera, he seguido todas las etapas: lavado de platos, de fondos, ayudante de cocina, maestro". Hoy es el cocinero oficial de la Presidencia, el encargado de lo que llaman "el repostero presidencial".  

Ruperto tiene su reino en el subterráneo, donde trabaja en la cocina junto con el chef Andrés Martínez, quien llegó con este gobierno. Ruperto, en cambio, ascendió por concurso interno. Antes estaba en el casino de los funcionarios, que atiende a 1.200 personas diarias, que llegan desde los ministerios del Barrio Cívico las míticas ocho manzanas del centro o desde la misma Moneda. Pasar al área más pequeña que atiende al Presidente y su círculo más cercano se asume como un privilegio: "No cualquiera llega a este trabajo", es una frase que repiten todos los que prestan sus servicios en el segundo piso del palacio.

En la cocina de Ruperto hay un ascensor privado que conecta con el área de los mozos y, desde ahí, con el sector de la Presidencia. Un teléfono suena cada vez que alguien necesita algo. Usualmente café, bebida o agua mineral; rara vez hay peticiones más complejas. 

La cocina tiene muros blancos y grandes hornos de acero. "Cada Presidente la arregla un poquito", dice Ruperto. Después de treinta años de trabajar en el subterráneo del palacio, confiesa que ya ni le molesta no ver la luz del día. "En verano uno sale de acá y se encandila", dice riéndose. Sus compañeros cuentan que entona cuecas y toca el tormento en las celebraciones dieciocheras. Feliz de la vida, confiesa que le queda un par de años para jubilarse y, entre cazuela y cazuela, hace planes para el futuro. "Yo me voy con este gobierno dice Ruperto; ya tengo mi casita en el sur y es tiempo de disfrutarla". Su casa es su orgullo, lo mismo que su diploma de cuarto medio, obtenido hace unos pocos años. "Acá he podido lograr todo lo que me propuse. Estudié, me capacité, ahorré cada pesito. Había gente que me decía: "Para qué trabajas tanto". Pero ahora tengo mi casa grande; en el verano, llega toda la familia; hasta 30 personas hemos reunido allá para veranear; eso es lograr cosas en la vida, pienso yo, es tener esa tranquilidad".

Escribió Don Tinto, ilustre cronista gastronómico (quien tomó su seudónimo del presidente Pedro Aguirre Cerda, nada feliz con el apodo), que a Pinochet le gustaban los platos de campo. Ruperto Rosales lo reafirma: "Incluso, en el verano, me llevaba a Bucalemu para que le cocinara". Las empanadas de Ruperto han sido la perdición de varios, entre ellos Martita Larraechea. "Ahora no me dejan mucho hacer empanadas, por esto de la vida sana. Todos quieren ensalada", dice con algo de decepción: no puede mostrar mucho de sus artes cocineras. 

Elisa Vásquez, nutricionista a cargo de los dos casinos, asegura: "Los presidentes, en general, son los que menos nos complican. Otra gente reclama porque no le gusta algo del menú, pero nunca he escuchado que un Presidente reclame por algo".

Hace memoria sobre los gustos de los presidentes: "Don Patricio Aylwin comía mucha lechuguita y pollo. Su gran gusto eran los dulces, pero trataba de no salirse de la dieta. Eduardo Frei, entre que casero y no, muy dulcero. A Ricardo Lagos no lo sacaba nadie de la dieta. Michelle Bachelet pedía cazuela, carbonada y comidas light también. Yo creo que, como afuera les toca comer cosas rebuscadas, acá buscan la cazuelita, el pollo arvejado, el flan casero". 

En el palacio no hay mucho entusiasmo por el periodo en que el chef Guillermo Rodríguez preparaba grandes comidas con versiones remozadas de viejas recetas e ingredientes autóctonos, por instrucción del Presidente Frei Ruiz-Tagle. Aclaran que Rodríguez "llegaba con todo preparado, jamás cocinó en el palacio", así es que nunca fue, realmente, chef de La Moneda. Rodríguez siguió a cargo de las grandes recepciones en su época. Él también armó la cava del palacio: curiosamente, La Moneda no contaba con una selección de buenos vinos chilenos. 

Bachelet, reconocidamente golosa, comía liviano en La Moneda. "La verdad es que en el día a día ningún Presidente se ha preocupado demasiado por su comida dice Elisa Vásquez. Lo mismo pasa con los ministros o los asesores; usualmente comen en su oficina o usan la hora de almuerzo para sus reuniones, así es que piden lo justo para seguir trabajando".

Un detalle cariñoso: las naranjas del Patio de los Naranjos se cosechan cada año, y con ellas se prepara jugo para el presidente. Aunque no lo haya pedido, la tradición es que el primer vaso sea para él. O ella. Muchos visitantes se roban naranjas, pero en Palacio no les importa, porque la política del Presidente Piñera es de puertas abiertas.

Los funcionarios más antiguos llegaron a La Moneda en 1981, cuando el palacio fue reabierto después de ocho años de reconstrucción.

Llegaron allí por el dato de un amigo o de un pariente. Iban a aprender un oficio: les pedían papeles limpios, buena actitud, disciplina. Pocos habían terminado las Humanidades. La mayoría estudió después. Los de la cocina han hecho cursos de gastronomía, repostería, catas de té; los garzones aprenden a catar vino, a seguir reglas de protocolo. 

Rubén Arce, Manuel Campos y Fernando Matus son los garzones más antiguos de la Presidencia: llegaron el 81. Mauricio Calderón el 91 y Juan Riquelme el 98.

Sentados alrededor de una mesa, esperan la llamada desde el segundo piso. Tienen el televisor encendido. A veces, dicen, se enteran por las noticias del término de una reunión, o del descanso, y parten rápidamente a buscar o a dejar el agua, los cafés, las galletas y, a veces, los almuerzos.

Hay que correr. En la superficie, La Moneda se extiende por una cuadra; en el subterráneo, son dos. Y en el segundo piso, el área de la Primera Dama está aparte del área del Presidente. Para ir de un lado a otro, hay que bajar y volver a subir.

Algunos han llevado esta habilidad al siguiente nivel: entrenando en el gimnasio de La Moneda para participar en corridas de garzones, en Chile, Brasil y Argentina. 

Los garzones atienden por turno, llevan una lista y la respetan estrictamente. Nada de repetirse una oficina favorita o evitar otra. 

El Presidente tiene su propio garzón: se llama Miguel Arce y llegó en 1987.

"Acá somos todos de la confianza de la Presidencia", dice Miguel Arce. "No cualquiera trabaja acá", agrega Manuel Campos. Todos asienten, convencidos de la dignidad de sus cargos.

Cada uno tiene en su casa una galería de fotos con la gente famosa que ha visitado La Moneda.

Su favorito de todos los tiempos: el papa Juan Pablo II. "Cuando bajaba las escaleras, parecía que flotaba", recuerdan los afortunados que estaban en La Moneda el 2 de abril de 1987. 

Uno que no era santo pero sí muy simpático es Bill Clinton. Los garzones se atropellan para contar cómo lo vieron: "Pucha, qué agradable, tan espontáneo", dice uno. "Tenía muchos guardias, pero no se notaba, porque siempre se veía relajado y se paraba a saludar a cualquier persona".

Sara Guajardo y María Angélica Méndez, de servicios generales, estaban en la guardarropía para esa visita. Ambas recuerdan que Clinton "iluminaba todo", que "se imponía por presencia". Sara conversó con la asistente latina de Hillary Clinton. "Estaba impresionada, porque esa noche cantó Verónica Villarroel y lo hizo precioso".  

"Una cosa impresionante fue la cumbre del Apec", dicen los garzones. "A nosotros nos tocó atenderlos en el cerro Santa Lucía, estaban todos, uno se siente afortunado entre tantos presidentes".

De los más recientes, recuerdan a los reyes de España: "Una vez estábamos en Rancagua y se acercaron y nos dijeron: ¿ustedes se quieren sacar fotos con nosotros?".

Sara, que llegó a La Moneda en 1990, dice que las visitas más impresionantes para ella han sido los príncipes de España. "Hermosos los dos, como de cuento".

En el ranking de simpatía, también figuran George Bush y la mayoría de los presidentes latinoamericanos. "Los europeos son más distantes", sentencian los garzones.

Y de los chilenos, ni hablar: "El Chino" Ríos cuando fue número uno, Cecilia Bolocco cuando ganó el Miss Universo... Todos los que han visitado La Moneda en su minuto de gloria, han dedicado unos segundos a fotografiarse con los garzones del palacio.

Los cocineros más madrugadores llegan a las 6 de la mañana para hervir el agua y servir el desayuno a los guardias y a los funcionarios que comienzan temprano. Lo normal es que la gente trabaje de 8 a 5 o de 9 a 6. Si hay una actividad especial, todos colaboran. La Moneda es una casa grande y hay que estar disponible para los momentos en que los requieren.

Víctor Quijada, el electricista más antiguo de La Moneda, recuerda una de esas emergencias. "Para el terremoto del 85, me fueron a buscar porque se rompieron unas cañerías y el agua se estaba yendo por los ductos de los cables eléctricos. Mi casa se había caído, pero tuve que venirme no más". El palacio le devolvió la mano: "Me ayudaron a reconstruir y pude salir adelante. Yo le debo mucho a la Presidencia. Para mí, esto es más que un trabajo: es un orgullo".

En tiempos de servicios externalizados, parece raro que en La Moneda todo se haga internamente. Si hay que reparar un mueble, José Arturo Echeverría se hace cargo: a sus 71 años, le sobra en experiencia y destreza lo que le falta en fuerza física. Los funcionarios del aseo se reparten las áreas. Hay señoras que lavan los manteles y los planchan cada vez que se usan, y cuando se sacan otra vez los vuelven a planchar, para que no tengan ninguna arruga del doblez. 

Todo es interno aquí por seguridad, pero también por tradición. Las personas antiguas lo valoran y responden con lealtad. "Si entro a una oficina y hay papeles sobre el escritorio, yo los doy vuelta, para no verlos, y así limpio y ordeno. Así hay que ser acá, por eso es que uno dura años en el cargo", explica María Angélica Méndez.

Nadie recuerda casos de funcionarios indiscretos. Sí de gente que fue despedida por no llegar a la hora o no cumplir con los turnos. Pero la mayoría aquí se va cuando se jubila. Entonces, entra un aprendiz que debe conocer y probarse en el oficio. 

Claro que los jóvenes que llegan hoy, la mayoría formados en institutos técnicos o profesionales, no son como los de antes. Es el lamento de los viejos trabajadores de La Moneda, como José Arturo. "Ven esto como cualquier trabajo; no se dan cuenta de la responsabilidad que tiene uno por trabajar acá".

Víctor, en cambio, es feliz cuando la iluminación que montó para una inauguración funciona bien. Arturo se siente orgulloso cada vez que pasa frente al medallero, el mueble que fabricó con sus manos para exhibir las medallas otorgadas a los presidentes por autoridades extranjeras. María Angélica se hace cargo cuando hay que dejar todo nuevamente impecable después de un Día del Patrimonio que significa diez mil visitas.

Es un código antiguo el que rige en La Moneda. Son reglas no escritas de discreción y lealtad. No con un Presidente en particular, sino con la Presidencia. Una institución que trasciende generaciones. Algo más grande que un trabajo cualquiera. 

3 comentarios:

  1. A fines de los años cincuenta, comienzos de los sesenta, por ser mi padre una especie de Ministro Secretario de la Presidencia, que en aquella época no estaba formalizada como hoy, nos tocó ir varias veces a La Moneda. Recuerdo haber entrado por el antiguo acceso por Morandé 80, un ascensor antiguo y hasta Ulk, el perro de don Jorge Alessandri, el «Paleta».

    La oficina que ocupaba mi padre era vecina a la de don Jorge, y se accedía por la antigua galería de los Presidentes, que resultara incendiada, tras el bombardeo de La Moneda del 11 de septiembre de 1973.

    Desde esa galería recuerdo haber contemplado las celebraciones navideñas que se realizaban en el Palacio de La Moneda, para los hijos de los funcionarios que trabajaban allí, imágenes que volvieron a mi memoria, tras leer el artículo en cuestión.

    Años después, me tocó contemplar desde muy cerca, encaramado a una moldura de una de las fachadas interiores del Patio de los Cañones, que el Papa Juan Pablo II recorrió camino a la Capilla del lugar, para orar por Chile.

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  2. YO MARIANO RIFFO SOUDRE FUI UNO DE ESOS NIÑOS QUE CELEBRE LA NAVIDAD COMO HIJO DE UN FUNCIONARIO DELA MONEDA EL ERA EL CHEF EN ESOS AÑOS Y JUNTO AMIS SEIS HERMANOS DISFRUTAMOS MUCHAS VECES ESAS FIESTAS

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  3. EL SE LLAMABA TEMISTOCLES RIFFO RIVERA

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