El aislamiento marca a los pastores pehuenches del Alto Biobío: Vivir en los faldeos del volcán Copahue




Ocho comunidades indígenas habitan en las cercanías del macizo que permanece en erupción desde hace una semana. 

por Sebastián Henríquez
Diario El Mercurio, sábado 29 de diciembre de 2012

"No cuesta nada llegar al otro lado, son dos horitas nomás a caballo", dice Antonio Pereira Vita, habitante de Butalelbún. El caserío es el poblado chileno más cercano al cráter del volcán Copahue ("azufre", en mapudungún), que entró en erupción el 22 de diciembre.
A sus 65 años, Pereira Vita conoce bien el camino a Argentina. Por lo menos una vez al año, él y la mayoría de los pehuenches que viven en los valles del Queuco y del Lemín cruzan la frontera para vender tejidos y otras artesanías. Regresan cargados con mate, azúcar y harina para pasar el invierno.
Al otro lado de la cordillera, afirman, los productos son más baratos y, aunque el viaje a caballo por los faldeos del volcán dura dos horas, es más breve que ir en bus a Los Ángeles, que toma seis horas, o incluso a Ralco.
La vida de las comunidades está atada al Copahue, que con sus 2.997 metros sobre el nivel del mar domina imponente el paisaje. Los pehuenches incluso acuden a él para conocer el pronóstico del tiempo: si el volcán tiene nubes es porque se avecina un chaparrón. Si además hay ruido significa que "va a tormentear", como ellos llaman a un temporal de nieve y fuertes vientos.
El lazo es bien fuerte y atrae a los lugareños como un imán en cada "veranada", entre diciembre y marzo. Entonces, las pasturas del deshielo quedan disponibles y los pastores arrean a sus animales -ovejas, cabras y algunas vacas- a los faldeos mismos del macizo para engordar el ganado.
En ese período, la cercanía de los pehuenches con el volcán llega al extremo: cocinan pan y huevos en las fumarolas.
Acostumbrados como están a leer los signos del volcán, semanas antes del inicio de la erupción los pehuenches ya hablaban de su "enojo".
Daniel Manquepi, un lugareño que asegura conocer el carácter del macizo, cuenta que "cuando el volcán se enoja, echa humo. Es como una persona que se disgusta. Primero se sacude, después aguanta la respiración y al final se suelta. Eso sí, avisa. Antes de cualquier cosa, los animales arrancan. En el fondo, es bueno".
Pese a las difíciles condiciones de vida propias del aislamiento, son pocos los que siguen la ruta cerro abajo. La excepción son las mujeres que en la última semana de su embarazo son enviadas a Santa Bárbara, a 50 kilómetros, para dar a luz con supervisión médica.
Scarlet Gandulfo, una de los paramédicos del lugar, no recuerda haber atendido un parto en la posta de Butalelbún, que está a 15 km del cráter, y se aterra con la idea. "Imagínese tener un niño acá arriba", dice. Le preocupan los constantes cortes de luz y la muy débil conexión de teléfono.
Este viaje es para muchos el más largo que realizan en su vida dentro de Chile.
A mediados de diciembre, un grupo de 45 niños de la escuela de Trapatrapa, comunidad vecina a Butalelbún, viajó a Los Ángeles como paseo de curso. Recién entonces se alejaron del volcán y conocieron la ciudad.

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