De las artificiosas iniciativas geopolíticas a los evangelistas de la geografía quimérica‏



Nadando contra la corriente, por Fernando Villegas

por Fernando Villegas
Publicado en el suplemento Reportajes de La Tercera, el 22 de diciembre de 2012. 
Las corrientes de opinión son como los ríos tormentosos. Siembran la desolación y arrasan con todo lo que encuentren por delante. Así y todo, la historia sabe de muchos hombres célebres que fueron capaces de nadar contra la corriente.

Nadar contra la corriente es una apuesta riesgosa; normalmente el nadador se agota y se ahoga. Sin embargo, aunque una gran masa de agua en movimiento es poderosa e implacable, como lo mostró el tsunami que asoló Japón, aún más potente e inmisericorde es el masivo empuje de una corriente de opinión. El agua es materia inerte y su furia puede darnos un respiro, un remanso donde recuperarnos, una salida del atolladero; en cambio una corriente de opinión posee conciencia de sí misma, convencimiento entusiasta y ciego en los eslóganes que la mueven  y aguda astucia para detectar a los herejes y feroz malicia para llevarlos a la pira; estas corrientes no se limitan a pasar y quizás arrastrar un obstáculo, sino se encarnizan con él, lo atacan desde todos los frentes, buscan su aniquilación.
La razón es simple: quien se opone a una idea o actitud que gozaba, hasta ese momento, de validez pública no desafiada, es una amenaza para cada individuo que la comparte porque refuta sus cómodas posturas -¿qué más cómodo y grato que sentirse pensando y diciendo lo mismo que todo el mundo?- o al menos las pone en duda, revela la ignorancia de muchos acólitos y a menudo desnuda la precariedad intelectual de no pocos de sus apóstoles. Y como aun en el más torpe de los humanos resta siempre una chispa de entendimiento, dicha oposición es capaz de despertar un desagradable eco, traer la luz cuando menos se esperaba o deseaba; es como hace el aguafiestas al descorrer las cortinas del salón de baile y revelar que ya es de día.

Variada compañía

Nada de extraño, entonces, lo sucedido a un brillante columnista de este diario, quien se atrevió a exponer lo que él considera la debilidad del caso peruano. La reacción fue instantánea: se le tildó de Judas, de traidor, de agente chileno, de miembro de esa presunta casta de la elite peruana más preocupada de sus abolengos y saldos contables que de la patria. Pero, ¿cómo habría podido ser de otro modo? La corriente de opinión respecto de Chile, formada en Perú hace ya décadas, de hecho vigente por más de un siglo, no nos describe en muy buenos términos. Y sobre ese duradero cimiento, en estos últimos años y en especial en la última semana se construyó un edificio de triunfalismo y revancha tan exacerbado que ha puesto la alarma incluso en el ministro Roncagliolo y seguro también en el Presidente Ollanta Humala. Es contra esa ola inmensa que arremetió nuestro colega.

Al menos no está solo. La historia no carece de hombres célebres que nadaron contra la corriente. Ya a mediados de los años 30, Churchill, siempre alerta, advirtió del peligro nazi y se opuso al deseo de no ver nada, pero sí prestar oídos a las serenatas de apaciguamiento. Otro nadador porfiado fue el  general romano -siglo III aC- Quintus Fabius Máximus, “Cunctator”. Cunctator era un apodo despectivo; cunctator significa “el que posterga”, el que temporiza. Todo el mundo quería darle batalla a Aníbal para vengar las derrotas que le había propinado a Roma, pero Fabius Máximus se negaba. Lo trataban de tímido, de cobarde, de perezoso, de “cunctator”, pero se negaba. Y razón tenía. Fabius manejaba la última reserva armada de Roma. De haberla arriesgado en ese momento, con Aníbal y sus hombres en el clímax de su fuerza, la historia hubiera seguido otro rumbo. Esperando, postergando, Fabius dejó espacio a la acción del elemento más destructor de todos, el tiempo. Para un ejército de esa época era la escasez, las enfermedades, el tedio, el relajo, la pérdida de entusiasmo y la demora en los pagos.

¿Y acaso Nelson Mandela no nadó contra la corriente? Tanto lo hizo que se pasó gran parte de su vida en presidio. Sudáfrica era una sociedad de castas convencida de la razón que tenía en ser de ese modo. El apartheid no era validado sólo por los blancos, sino aceptado como un destino inevitable por gran parte de los negros. Y ya conocen el resultado de la natación de Mandela.

Y en un plano de ninguna importancia histórica, porque no todos los “contreras” son personas de gran calado y relevancia, este cronista sabe bien lo que entraña nadar contra el tránsito. Lo ha sabido especialmente este año y el anterior. No subirse al carro alegórico del movimiento estudiantil ni a ningún otro que estuviera de moda nos costó caro. Las llamadas “redes sociales”, pobladas de maniáticos y enrabiados, se encargaron de lincharme en funciones rotativas. He merecido columnas despectivas, comentarios venenosos, versiones calumniosas, insultos surtidos y un gran elenco de manifestaciones de odio a la distancia. Mucho peor será, sin duda, para nuestro colega.

El Motivo

¿Por qué se hacen, entonces, alardes de disidencia sabiéndose muy bien cuáles serán las consecuencias? Por una mezcla de motivos: porque sin el talento del cinismo o capacidad para la fábula no puede sino darse honestamente la opinión que tenemos, por un disgusto visceral a simular adherencia a una tontería, por el orgullo intelectual de sentirnos más cercanos a la verdad, por deseo de compartirla, por ingenua confianza en el poder del raciocinio para convencer a los demás y, por cierto, por un desdén irresistible por los algaradas callejeras, las muchedumbres linchadoras y los líderes de la vociferación.

Esto no equivale a decir que el disidente siempre tiene la razón. Se puede rechazar un error por las razones equivocadas. Lo hemos visto en Chile, donde no hubo candidatos a la cruz en relación al contencioso con Perú, pero tuvimos una o dos  columnas de prensa en las que el rechazo al chovinismo, indudablemente emoción peligrosa y tonta, fue acompañado, por rebalse, con sospechas y desprecios apenas velados hacia el patriotismo común y corriente, el de quienquiera sienta y diga pertenecer a un espacio histórico y geográfico de cuya preservación e identidad depende la suya como individuo. A menudo la disidencia conduce a la arrogancia, a la soberbia. En este caso, conduce a la presunción de que una persona ilustrada e iluminada no tiene patria, salvo quizás la galaxia.
Son, estos iluminados en exceso, el polo opuesto pero también complementario de la horda linchadora. Mientras los de la manada desean colgar al solitario que disiente,  los iluminados condenan verbalmente a todo el mundo y no pueden proferir un vocablo sin creerlo empapado de perfume a progreso. No pocos miembros de estas “vanguardias” se imaginan muy adelantados a su tiempo, aunque a menudo sostienen las más añejas tesis. Una de estas es la de ser, las naciones, entes obsoletos, tesis que la historia se encarga de desmentir todos los días.
De ahí que no haya nada más anticuado que el progresismo a la latinoamericana, esa cantinflesca urdimbre de esperanzas e ideas  adolescentes de donde surgen, una y otra vez, las artificiosas iniciativas geopolíticas que han plagado la región. Una sola cosa es cierta: los evangelistas de la geografía quimérica y los autores de tratados y pactos encuentran tarde o temprano ocupación en las burocracias erigidas para nunca materializarlas. Al menos es, como dicen en las izquierdas, “un paso en la dirección correcta”.

Unica verdad absoluta…

Lo único indudable en tan oscuras materias podría ser lo siguiente: una sociedad no preserva su capacidad de adaptación sin esos nadadores obstinados, acierten o no. Importa poco si tienen toda la razón, parte de la razón o ninguna razón; da lo mismo si nuestro colega peruano resulta acertado en su pronóstico o no y tampoco interesa lo que este columnista diga. Importa que la disidencia se respete, que no se la cuelgue de un farol, que no se la pisotee. Quien sabe, a veces los apóstatas aciertan medio a medio y entonces sus ideas son útiles para recordar que eso era lo que nosotros también pensábamos…

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