A contracorriente por Jorge Edwards



Diario La Segunda, Viernes 28 de Diciembre de 2012
Arrendé un auto para viajar a la costa, pero no pude encontrar una pieza de hotel en toda la costa central de Chile, entre Valparaíso y Papudo. Recibo a tantos alojados que ya no me gusta llegar de alojado a casas de amigos. Pierden independencia ellos y la pierdo yo. Las primeras horas son buenas y las que siguen empiezan a deteriorarse. Soy un amante de la libertad, pero soy un verdadero fanático de la independencia.
Después de este pequeño preámbulo, explico que traté de hacer un poco de turismo por Santiago. Recorrí el centro a pie, con calma, observando a la gente. El centro de la ciudad, hace treinta años, era un espacio venido a menos, que no carecía de algunos atractivos. La Plaza de Armas no estaba mal, y todavía era posible tomar un aperitivo más bien literario, algo melancólico, en el bar del Hotel City. Ahora se desmorona todo y los reemplazos suelen ser peores. No hay Chez Henri, ni Roxy, y no hablemos del Hotel Crillón. Hay que haber vivido antes de la revolución para haber conocido la dulzura de la vida, dijo alguien. No sé si fue Talleyrand o algún otro que conoció el antiguo régimen y el nuevo. Me encontré en el bar del Crillón con la gente más diversa. Con Neruda, con José Donoso, con Pepe Eyzaguirre (el de la revista Saber vivir, de Buenos Aires), con muchos otros. Acuérdense ustedes de La chica del Crillón, de las pasiones peligrosas, armadas, desalmadas, de María Luisa Bombal y María Carolina Geel.
Si antes era un centro decaído, tristón, donde las mejores fachadas desaparecían, ahora se parece a Calcuta: densidad humana, comercio barato, cantantes populares, ciegos profesionales. Faltan los muertos: a los muertos de Santiago todavía los llevan a los cementerios. Sucede cualquier cosa, se instala cualquier exposición en la ciudad, y los personajes más particulares del siglo XX pasan a ser conocidos y hasta comentados como si fueran futbolistas. Una mujer joven me pregunta por Peggy Gugenheim. ¿Conocí a Peggy Gugenheim? No la conocí, pero conocí a gente que la conoció. ¿Y Ernst, un tal Max Ernst? Ernst, contesto, conoció bien a Peggy. Las dos niñas que me han hecho la pregunta me miran con expresión extraña, quizá burlona. Yo me quedo pensativo. No tengo tiempo de bajar a la exposición porque van a cerrar. Al día siguiente, 25, trato de bajar, pero el Centro Cultural está cerrado.
En Santiago hay librerías nuevas, más bien escasas, y librerías de vejestorios. No hay anticuariado de libros, en el sentido real del término. Algunos, en décadas anteriores, trataron de hacerlo y tuvieron que cerrar. Pero alguien me observa que las librerías nuevas, comerciales, tienen una oferta bastante amplia. No sólo de best sellers.
Si se me permite hacer observaciones generales, diría que el ambiente que predomina es bullicioso, más bien grosero, mal educado. Si uno entra a una tienda y dice Buenos Días, como se dice en la mayor parte de las ciudades civilizadas de este mundo, lo miran raro, como si le fallara un tornillo. Si dice, al salir, Buenas Tardes, aunque no haya comprado nada, lo consideran loco de remate. No hablemos de entrar a un ascensor y hacer un saludo a los que están adentro: la respuesta será una mirada muda, terca, entre bovina y agresiva. ¡Qué se habrá imaginado éste!
El éxito del día son las tabletas electrónicas. Todo el mundo, desde niños hasta ancianos, quiere tener tabletas electrónicas. En este aspecto, los chilenos han conseguido ser universales. Leo estadísticas de ventas de Navidad en París y lo más vendido, lo único que avanza en cifras espectaculares, son las famosas tabletas. Ya he tomado la decisión de comprarme una. Después averiguaré para qué sirven.
Las dos ciudades donde he visto más excéntricos, más despojos humanos, más seres salidos de las tinieblas, son Santiago y Lisboa. Comprendo la fascinación que tenía Raúl Ruiz por Lisboa. ¿Usted ha oído hablar del poeta portugués Fernando Pessoa?, le pregunto a una joven periodista. No, contesta ella. ¿Y de Antonio Tabuchi? Tampoco. Ella, entonces, en su condición de entrevistadora, me hace una pregunta a mí. A una persona que viaja a Venecia, ¿qué lecturas le aconsejaría? Le digo algunas cosas sencillas sobre Thomas Mann, Marcel Proust, Jean-Jacques Rousseau, que fue secretario de un excéntrico embajador en Venecia y que lo cuenta en sus Confesionesen forma divertida. Son las primeras burlas literarias de la diplomacia que entran en mis registros. ¿Ha oído hablar usted de esos tres autores? No, contesta ella. ¡No! No, insiste, porque soy estudiante de ciencias políticas. ¿Y no ha oído hablar nunca del Contrato Social? Ella vuelve a contestar que no, pero sin molestia alguna. Con perfecta indiferencia. Le digo que en materia de conocimientos es una virgen impoluta, que no le haría ningún daño estudiar un poco. Ella agradece mi consejo y se despide con amabilidad. Yo decido, dentro de mis planes de turismo en la ciudad, visitar el Cementerio General. Paso frente al Quita Penas de toda la vida, y de todas las muertes, que anuncia en un pizarrón una plateada con porotos. Entro a la ciudad de los muertos y escucho cánticos celestiales. Antes había unos versos del Dante inscritos en la entrada, pero ahora fueron retirados. Supongo que alguien, un santiaguino de prosapia, consideró que eran depresivos: Abandona toda esperanza, tú que entras…, etcétera. 

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