Primer día de la creación


por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 21 de Septiembre de 2012
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/09/21/primer-dia-de-la-creacion.asp
La aspiración a renovarse, a partir de nuevo, es vieja como el mundo y es recurrente. Los países que se desprendieron de grandes imperios trataron de refundarse, de adquirir una identidad propia, de mostrar sus diferencias con las madres patrias, que se convirtieron con facilidad en madrastras. Nos ocurrió a nosotros, en América del Norte y del Sur, antes que a otros, y siguió sucediendo en otras regiones. Desde París, uno tiene materiales ricos para estudiar el surgimiento de los nacionalismos más diversos, en Europa del Este, en el Medio Oriente, en el Africa, en Asia. Un concierto de la Orquesta Filarmónica de Rotterdam y de su talentoso y joven director, Yannick Nezet-Seguin, me llevó a cavilar sobre estas cosas. Confieso que fue una cavilación gozosa, entretenida, llena de variadas sorpresas, puesto que el programa, en su mayor parte, estaba formado por músicas de inspiración nacional muy conocidas. Pero no es lo mismo escuchar en un disco, entre conversaciones y humos, que frente a una orquesta de calidad superior. Nezet-Seguin es un hombre joven, bajo de estatura, energético, de agilidad mental y física extraordinarias. Pertenece a una generación de grandes talentos nacientes. Fue discípulo, nos explica el programa, de Carlo María Giulini, y me acuerdo de Giulini en Berlín, hace más de veinte años, como nueva estrella de la dirección de orquesta. Es decir, estamos frente a un director nuevo que es seguidor de otro que era nuevo hace un par de décadas. Nezet-Seguin entra a grandes zancadas, de cuello albo abierto, de negro riguroso y zapatos de charol, de cabeza pelada al rape. Comienza a dirigir y salta, baila, canturrea, se agacha, como para sacar el sonido del fondo de algo, y vuelve a saltar. Tengo la impresión de que marca los contrastes, las rupturas, o las ligazones, las transiciones musicales, con particular firmeza. Y uno, a medida que la obra transcurre, entiende cosas, descubre espacios. El amor a la tierra, a la naturaleza, es una fuente de inspiración que no se agota. La obra introductoria es El Moldava, del checo Bedrich Smetana, segundo de seis poemas sinfónicos compuestos en la década de los setenta del siglo XIX y que formaban parte de un ciclo, Ma VlastMi patria. Parece que todo comienza en un riachuelo, unos toques ligeros de violín, unos aires marcados por triángulos y flautas, se prolonga en canales más fuertes y desemboca a toda orquesta, con violines, violas, violoncelos intensos, con bronces y timbales, con músicos que se desgañitan, en la gran corriente rítmica, ondulante, poderosa, del río nacional, legendario, que pasa por bosques de Bohemia, entre escenas de cacería, y por planicies verdes, placenteras, donde los jóvenes bailan hasta el anochecer.
Se puede pensar que la música nacional de aquellos años, la de Smetana, la de Dvorák, la de muchos otros, descansaba en algo muy cercano a la utopía: los países jóvenes, al separarse de los viejos imperios anquilosados, los turcos, los austro-húngaros, encontraban formas superiores de libertad y de felicidad. Algunos me comentaron que el poema sinfónico de Smetana es melancólico. A mí me pareció exactamente lo contrario. Es el poema de la posibilidad de que un país entero, liberado de sus opresores, sea feliz. ¡Ni más ni menos! El director de la orquesta de Rotterdam, en un bis, dirigió una danza eslava de Dvorák. Era otro apunte sobre la felicidad, la alegría, los ritmos populares.
Para abrir mi semana de fiestas patrias chilenas no estaba mal. Era un marco, una sugerencia, un himno a las alegrías terrenales y populares. Yo pensaba en melodías de Pedro Humberto Allende, de Alfonso Leng, de Acario Cotapos, donde despuntaba de repente un aire de cueca, de tonada. Acario rindió homenaje a la República en un oratorio sobre el presidente José Manuel Balmaceda y la letra era recitada, con voz de barítono, por el poeta Enrique Lihn. Al final, creo que los mejores testimonios de aquella oleada de nacionalismos regionales quedaron en la literatura: relatos de Mariano Latorre y de Luis Durand, poemas de Neruda, cantos elegíacos de Pablo de Rokha. El cambio, la búsqueda de otro punto de vista, le correspondió a mi generación. Nosotros descubrimos (aunque ya estaban descubiertos hacía rato), a Franz Kafka, a Jean-Paul Sartre, a Jorge Luis Borges. Y seguimos haciendo descubrimientos personales. La literatura de los criollistas era de primer día de la creación. Naturalezas paradisíacas, donde todavía no se había cometido el pecado original. Pues bien, hicimos literatura del último día, de lugares deteriorados, de miradas infantiles, nuevas, ajenas a todo antecedente, y de visiones de ancianos. Era un peso del pasado, que hacía su aparición, y que se podía ilustrar, al menos en forma de metáfora, como peso de la noche. El ritmo creciente, vertiginoso, de El Moldava, sigue siendo, sin embargo, fascinante. Y me acuerdo ahora de las cuecas que bailaba, de niño, de pata en quincha, en unas tierras de la Rinconada de Cato, frente a la confluencia de los ríos Cato y Ñuble. En resumen, todo cambia, pero todo vuelve.

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