Panoramas de domingo por Jorge Edwards



Diario La Segunda, Viernes 28 de Septiembre de 2012
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/09/28/panoramas-de-domingo.asp
Hay personas que odian los domingos. Me parece que Edith Piaf tenía una canción sobre el odio a los domingos. Por mi parte, me siento bien en las mañanas dominicales, desde niño, y en la tarde empiezo a sufrir de angustia por la cercanía del lunes. En otras palabras, odio las tardes y aborrezco los anocheceres, las vísperas. Esta semana, o la semana pasada (no sé si la semana empieza el domingo o termina), se me ocurrió ir al Salón Anual de los Anticuarios, en el Grand Palais. No es un privilegio de los embajadores, que forman la cola y pagan su entrada como simples mortales, pero sí de los habitantes de la ciudad y de la gente de paso. Es un fenómeno que podría definirse como democracia anticuarial, a pesar de que la entrada es cara y los objetos expuestos, disponibles para la venta, imposibles. Hay galerías de tiendas, que convergen en un café central, y una escalinata monumental que conduce a un sector de tiendas escogidas, ganadoras de algún concurso. Sólo pretendo hablar de algunas de las cosas que vi, que no fueron muchas. No soy un espectador compulsivo de nada. Trato de mirar pocas cosas, con espíritu fresco, curioso, y cuando me aburro me voy a otra parte.
Encontré muchos objetos que no me gustaría en absoluto tener en mi casa: mesas florentinas recamadas de incrustaciones de piedras preciosas, grandes biombos italianos y japoneses, cómodas extravagantes, joyas principescas. Perdí mi reloj el otro día, debido a que la correa estaba gastada, vencida, pero no me gustaría tener ninguno de los que estaban expuestos en las vitrinas de este Salón. Eran recargados, complicados, llenos de colorinches. Me había comprado poco antes un reloj barato, simple, diseñado con pureza de líneas por Calvin Klein, y encuentro que cumple con sus funciones a la perfección, aparte de que su diseño sencillo no está mal. Sólo conocía a Calvin Klein como diseñador de calzoncillos, pero ahora descubro que sus relojes son bastante mejores y comparativamente menos caros.
En la boutique de Cartier había cola para entrar y los objetos de las vitrinas eran poco interesantes. Si alguien se los pone, es sólo para hacer sonar la plata (el billete). En cambio, los grandes comerciantes en pintura moderna y contemporánea merecían una visita atenta. Encontré, por ejemplo, Picassos más o menos desconocidos, pero extraordinarios. Unos abstractos notables de la década de los cincuenta: Soulages, Poliakov, etcétera. Un Joan Miró formidable y un Vuillard interesante. Junto a Derain y a Signac, había varios puntillistas menores, no desdeñables. Había un Renoir bueno y un Cézanne maestro. Ya ven ustedes. La mañana del domingo adquiría caracteres inolvidables. Día domingo en noviembre, las palomas duermen en el aire, escribía el poeta Rosamel del Valle. ¿Por qué será que cualquiera que en París hace algo, con algo de talento, adquiere celebridad, perdura, mientras que las cosas nuestras sólo pueden perdurar en memorias perecederas, como es el caso de esta memoria mía, que se acuerda de unos versos de Rosamel? Es una pregunta sin respuesta posible.
En el sector de los anticuarios escogidos, y no se sabía con qué criterio, había un señor de mediana edad, de origen italiano, a juzgar por su tarjeta de visita, que vendía objetos de plata maciza excepcionales. Como no eran demasiado grandes ni demasiado elaborados, me atreví a preguntar el precio de uno. Es que forma parte de un juego, explicó el dueño, y puso con rapidez, como si fuera un prestidigitador, el resto del conjunto en la mesa del centro de su puesto. Me dijo que eran obra de uno de los orfebres más conocidos del art déco y me indicó un precio que no me atrevo a repetir, por pudor y por prudencia. Digamos que eran algunas decenas de miles de euros. Cuando me iba, me ofreció una rebaja no demasiado alta. Después llegó una señora coqueta, elegante, de mediana edad, y pareció que aprobaba mi interés por el conjunto de candelabros, bandejas, objetos más pequeños. Pasé al puesto de al lado y me encontré con un collar monumental, lujurioso, de componentes diversos: esmeraldas, plata, oro, piedras que no podría nombrar. Me pregunté cómo habría sido el collar de la reina, el de las historias de Alejandro Dumas, de Jules Michelet, de tantos otros.
Odiamos los domingos, como Edith Piaf, o los atardeceres dominicales, vísperas de cosas y sucesos menos deseables, pero a veces nos llevamos una sorpresa: un pequeño Picasso, un Miró en negros, grises y blancos, un Max Ernst en trazos verticales, misteriosos, oníricos, unas manzanas encima de un mantel pintadas por Cézanne. Nunca falta la señora chilena que se acerca y hace una pregunta. Aquí, decía Neruda, cuando estábamos en París, no hay que decir Cherchez la femme(como va el dicho francés), sino Cherchez la chilienne. Siempre hay una chilena en alguna parte, en un nudo estratégico. En la época del surrealismo, la mujer de André Breton, el Papa del movimiento, la célebre Elisa Breton, era chilena. Y tenía correspondencia con alguno de los poetas del grupo de La Mandrágora, cartas que se leían en sobremesas o en amaneceres del Café Iris o del Club de los Hijos de Tarapacá.

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