por Mathias Klotz
Diario El Mercurio, Sábado 01 de Septiembre de 2012
Diario El Mercurio, Sábado 01 de Septiembre de 2012
http://blogs.elmercurio.com/viviendaydecoracion/2012/09/01/larga-noche.asp
Hace un año estaba en lo que para mí es el lugar más lindo del mundo, viviendo la peor pesadilla de mi vida.
Había pasado la noche y el amanecer en un bote, buscando y recogiendo restos del tristemente famoso Casa 212, capotado la tarde del viernes en el canal que separa la isla Robinson Crusoe de la isla Santa Clara. Conmigo se encontraban unas veinte embarcaciones de pescadores que, contraviniendo las instrucciones oficiales, habían zarpado en una noche oscura con mar gruesa en busca de eventuales sobrevivientes que no podrían esperar a que al día siguiente llegara la ayuda que había enviado la Armada, desde el continente. Llovía, hacía mucho frío y al navegar tuve la sensación constante de ir cayendo a un precipicio.
El responsable de que estuviera yo allí esa noche era un gran amigo, que me había invitado en abril de 2010 a la inauguración de la escuela del lugar, destruida por el tsunami de febrero de ese año. En ese primer viaje, luego de una hora y media de vuelo, apareció en el horizonte un pequeño trozo de tierra, entre algunas nubes. Al acercarse creció, y lo que era en principio una oscura y gran roca puntiaguda, se transformó en un paisaje sublime, de bosques, quebradas y acantilados. Entre medio, el pequeño poblado arrasado por las olas en la bahía Cumberland.
Luego de sobrevolar la zona devastada, el avión recorrió la isla a lo largo, en dirección a la pista de aterrizaje. No podía creer que a tan sólo hora y media de Santiago, estaba a punto de aterrizar en una especie de isla salvaje, similar a la de Jurassic Park, donde la fuerza de la naturaleza y la ausencia del ser humano eran tan inmensas que se podían sentir incluso desde el avión. Ese día llegó mucha gente. Al bajar al embarcadero en la bahía del Padre, zarpamos en el último viaje del lanchón municipal Blanca Luz, el cual fue dado de baja luego de ese evento. Yo no tenía dónde alojar y me recibió muy amablemente en su casa un carabinero jubilado, Napoleón, junto a su familia.
Al día siguiente fui a la inauguración. Llovía, había mucho barro, muchas lágrimas y también algunas risas. Saqué fotos. Observé y registré en primera fila la grandeza y tranquilidad de algunos, junto a la mezquindad y nerviosismo de otros. Me llamó la atención el temple y la belleza de los vecinos que, a pesar del horror del tsunami, estaban serenos, orgullosos y entusiastas respecto del futuro. Ese mismo día volví al continente, embarcado en el Aquiles. Fue un viaje entrañable, cargado de aventuras y nuevos descubrimientos.
Pero antes de llegar a Valparaíso ya estaba planeando cómo y cuándo volver a la isla. Desde entonces y hasta el día del accidente fui casi todos los meses. La mayoría de las veces en avión, otras navegando. Caminé por bosques de lumas, naranjillos y pangues, hice nuevos amigos, comí langosta, cangrejo dorado y los mejores pescados de mi vida. Aprendí a bucear, entre lobos de mar, albatros y fardelas. Navegué con ballenas, delfines y peces voladores. Tomé conciencia de lo que es una "Reserva de la Biósfera", y cómo este paisaje en estado natural, tanto terrestre como submarino, es a la vez fuerte y difícil de domesticar, así como frágil y vulnerable a la actividad humana.
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