China: la naturaleza particular de un pueblo innumerable‏




por Roberto Merino 
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 30 de septiembre de 2012

Armando Uribe cuenta en sus memorias que cuando era muy chico descubrió que en su ombligo se dibujaba la cara de un chino; preguntó por qué y le dijeron que eso significaba que a él no lo habían traído de París, sino de China. Después lo encontraron en el patio de su casa haciendo un hoyo con un palo de escoba: el hoyo era para llegar a Pekín.
Me parece que en la memoria infantil de mucha gente China siempre apareció por primera vez como lo que había allá abajo, en el lejano extremo de ese hoyo cavado en el jardín. Todos fantaseamos con tener un pasadizo privado a un mundo que intuíamos como el reverso del nuestro.
Lo que después fuimos aprendiendo -en las lecturas nunca concluidas de Pearl S. Buck o de Lin Yutang- no logró darle mayor verosimilitud a ese país extraño, que el estereotipo nos mostraba como una alternancia de patos inflados, humo de opio, coreográficas multitudes uniformadas, épica, disciplina, prodigios circenses, proverbios y jerigonzas. Cada dato nuevo que incorporábamos hacía que el lugar pareciera más remoto y se acrecentaba su condición de epítome de lo desconocido. Ferdynand Ossendowski aportó tiempo después paisajes secos y pajizos saturados por su propia extensión, jinetes tragados por la tarde inmensa y un personaje enigmático: "El hombre con la cabeza en forma de silla de montar". ¿Y el I Ching y la poesía china, esas construcciones verbales hechas al arbitrio de la interpretación del lector?
Reviso ahora Diario de mi viaje a China , de Roland Barthes, y parte de Un bárbaro en Asia , de Henri Michaux. Son libros muy distintos: el de Barthes está hecho de apuntes extremadamente fragmentados (que después utilizó para artículos y conferencias), en los cuales, a pesar de la aparente desaparición fenomenológica del yo para dejarle el primer plano a la múltiple realidad, uno obtiene un registro permanente de la persona que escribe. El aquí y ahora de las anotaciones corresponden a un cruce existencial en el que Barthes es el protagonista total. Al contrario, el diario de Michaux está escrito por una "personalidad" que pone en escena su exasperación, su perplejidad y sus emociones. Es un yo muy fuerte el de Michaux, pero se trata de un yo referido a los aspectos externos de la vida: formas callejeras, paisajes intencionales, pronunciaciones, música, tipos de sonrisa, como si a través de estos detalles revelados quisiera dar cuenta de la naturaleza particular de un pueblo innumerable.
"Cuando vi por primera vez el campo chino", escribe Michaux, "me tocó el corazón. Tumbas, montañas enteras de tumbas, o más bien la ladera de ésta, la ladera occidental de aquélla, esta hondonada, cubiertas de tumbas, no tumbas duras y estrechas, sino hemiciclos de piedras... que invitan. No hay error, invitan. Y no asustan a nadie. Todo chino viviente tiene su ataúd. Se siente cómodo con la muerte".

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