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Un abismo cifrado en el tiempo



por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Domingo 23 de Enero de 2011

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Los libros de memorias tienen una particularidad que los distingue de los de otros géneros: que siempre interesan por algo. Pueden estar penosamente mal escritos o dar excesivo espacio al autobombo y al afán de latear, pero aun en los casos extremos podremos recuperar una anécdota iluminadora, un episodio humorístico o una descripción atinada de personas o paisajes. Yo conozco novelas que en toda su extensión no valen una chaucha, poemarios fallidos de principio a fin y aparentes ensayos que no son más que fomísimos papers cargados de falso rigor intelectual, pero nunca he encontrado unas memorias que no alienten la lectura por alguna de sus partes.
Pensaba esto al leer Memorias de un emigrante, de Benedicto Chuaqui. Se trata ya de una especie de clásico del memorialismo chileno y ha sido frecuentemente usado por los historiadores para ilustrar la vida santiaguina del Centenario. Este aspecto documental es harto relevante en este libro, ya que si el destino no hubiese trasplantado a Chuaqui desde Homs (Siria) a Santiago, no tendríamos hoy a nuestra disposición este foco privilegiado de la pequeña intimidad de los individuos que hace cien años se movían por las inmediaciones de Matucana, entre San Pablo y la Estación Central.
Chuaqui, que escribió sus memorias a principios de los años 40, reproduce muy bien en ellas la mirada perpleja con que registra nuestra realidad un joven sirio de provincia, pobre, esforzado, correcto, tímido y criado en el catolicismo ortodoxo ruso. La claridad con la que se retiene esta mirada es una virtud de la escritura de Chuaqui y no la traiciona jamás. Todo el tiempo está dejando ver las diferencias entre una cultura y otra, y el modo como esta situación traumática implica para el protagonista un aprendizaje fundamental: el espejo que consulta para mirarse a sí mismo y enfrentar a los demás.
El barrio San Pablo de 1910 es para nosotros un abismo cifrado en el tiempo. Tratamos de imaginarlo y lo vemos como una resolana cruzada de seres fantasmales, de los que apenas sabemos cómo hablaban, con qué bebidas atenuaban el calor o los miriñaques que se imponían en sus bailes. Chuaqui, en su retrospección, en la medida en que se define en relación a los demás, nos muestra todo. Su perplejidad lo lleva a fijarse en pequeños detalles que son para el drama humano como los cachivaches de tramoya de un escenario. Y otra cosa: en el libro nos informamos de muchos destinos individuales extinguidos, historias mínimas de supervivencia y, en algunos casos, de desilusión y muerte.

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