Contra la felicidad



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Profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.
http://www.uai.cl
Los estudios de la felicidad están de moda. Entre sus precursores más importantes se encuentra la psicología positiva que propone el estudio científico de los estados positivos de la mente. Como otros líderes mundiales, también el Presidente Piñera surfea en esta ola. Así la última Casen incluyó la pregunta: “Considerando todas las cosas, ¿cuán satisfecho está usted con su vida en este momento?”. Se espera establecer un termómetro que mida el ánimo subjetivo en un momento determinado.
La metodología de estos estudios es contagiosa. Se trata de la felicidad relatada del agente. Es decir, es el agente el que da cuenta de su nivel de felicidad, por cierto eminentemente subjetivo, en una escala de 1 a 10. Algunos de los resultados de las investigaciones de la felicidad a nivel mundial son notables. Otros, respaldan con evidencia empírica el sentido común. Por ejemplo: la infelicidad entre los cesantes es significativamente mayor que la de los trabajadores, aunque haya sistemas sociales que controlen la pérdida de renta del desempleo. Este resultado también se ve reflejado en la última Casen. Otros estudios muestran que la correlación entre renta y felicidad tiende a desaparecer con cada crecimiento adicional de la renta luego de que se ha alcanzado un nivel que permite satisfacer necesidades básicas. Así, el fuerte crecimiento económico sostenido durante décadas en Estados Unidos, Japón y Europa no alteró la proporción de individuos que se consideran felices. La felicidad se relacionaría con otros aspectos de la vida, como vida comunitaria y familiar, tiempo libre, religiosidad, perspectivas para nuestros hijos, etc.
Este enfoque es reduccionista. Los seres humanos buscamos y apreciamos muchas otras cosas además de la felicidad y no hay razones para definir las políticas exclusivamente en razón de ésta. Por ejemplo, si lo que debe guiar a las políticas públicas es la generación de la felicidad, ¿por qué no implementar una politica pública de máxima eficiencia que haga que los ciudadanos cambien su percepción del medioambiente, dispensando Diazepam en el agua potable?
Sin duda, los resultados de estos estudios son interesantes e importantes. Si usted quiere ser un tipo feliz, y se guía por los promedios, entonces estos estudios le dan indicaciones útiles acerca de cómo lograrlo. Por ejemplo: viva cerca de su trabajo, aunque la propiedad sea más pequeña; construya vida familiar; participe en su comunidad, etc. Problemático con esta moda, es que en la academia y en la política, y de un modo transversal, se está instaurando un nuevo paradigma: la economía desarrollista de la felicidad.
El desarrollo de una nación no estaría reflejado ni por el per cápita, lo que evidentemente es correcto, ni por los Índices de Desarrollo Humano, sino que por el nivel relatado de felicidad de los agentes. Así, las políticas públicas desarrollistas debiesen estar encaminadas a maximizar los índices de felicidad sociales. Pero a pesar de lo seductor de la idea, esto es un error. Quizás, como afirma Aristóteles, todos buscamos la felicidad. En todo caso, buscarla es el legítimo interés de cada cual. Pero de eso no se sigue que proveerla sea la labor legítima del Estado.
Primero: es peligroso. Ya que la felicidad sería el resultado de un calce entre individuos (con sus deseos, predisposiciones, etc.) y sus circunstancias, las políticas públicas de la felicidad pueden aspirar a modificar a los primeros o a las segundas. Lo primero (modificar a los individuos) lo hacen, por ejemplo, los textos de autoayuda al enseñarnos a desarrollar disposiciones productivas para nuestra felicidad. Pero una cosa es la loable búsqueda de la felicidad mediante cambios realizados por nosotros en nosotros mismos, y otra cosa muy diferente es que el Estado busque producir esas modificaciones. Por ejemplo, ya que los estudios de la felicidad han demostrado que los individuos religiosos son en promedio más felices que los que no lo son, ¿por qué no implementar políticas públicas que aspiren a fomentar la religiosidad de los ciudadanos (catequismo, da lo mismo de que religión)? Lo segundo (modificar las circunstancias) puede ser más apropiado. Pero nuevamente se presenta el riesgo de la coerción ilegítima. Por ejemplo, ya que los estudios de la felicidad han dejado en claro que el tiempo libre es central para el nivel relatado de felicidad, ¿por qué no limitar legalmente el número de horas que un individuo puede dedicar a actividades remuneradas? (Esto no es lo mismo que fijar las horas de una jornada de trabajo). Si el primer y el segundo ejemplo le parecen inapropiados, es probablemente porque considera que la libertad es un valor no reducible a la felicidad. Por esta razón es curioso que simpatizantes de corrientes más liberales propongan y celebren el nuevo paradigma desarrollista de la felicidad.
Segundo: este enfoque es reduccionista. Los seres humanos buscamos y apreciamos muchas otras cosas además de la felicidad y no hay razones para definir las políticas exclusivamente en razón de ésta. Por ejemplo, si lo que debe guiar a las políticas públicas es la generación de la felicidad, ¿por qué no implementar una politica pública de máxima eficiencia que haga que los ciudadanos cambien su percepción del medioambiente, dispensando Diazepam en el agua potable? Si esta política le parece inapropiada, es porque probablemente usted considera que la búsqueda de estados mentales agradables (la felicidad) no es todo lo que valoramos.
Por esta razón es curioso que simpatizantes de corrientes conservadoras que suelen proponer y sostener bienes y valores superiores celebren este nuevo paradigma.
Tercero: felicidad no implica justicia. Con otras palabras, el nivel relatado de felicidad no basta para conformar un índice de bienestar que guie políticas públicas justas. El problema ha sido muy estudiado. Usualmente se lo subsume bajo el concepto de “preferencias adaptativas”. Recurriendo a Esopo, una preferencia es adaptativa si tiene la estructura de la fábula del zorro y las uvas: el zorro quiere las uvas, pero, porque no las puede alcanzar, juzga que están agrias. Es decir, se adaptan las expectativas a las oportunidades disponibles mediante un mecanismo causal no escogido, sin nuestro control o conciencia.
En circunstancias de dominación e injusticia, como, por ejemplo, desigualdades relativas a la raza, a la casta, a la clase social o al género, la formación de preferencias adaptativas es parte de una estrategia inconsciente de sobrevivencia. Individuos acostumbrados a situaciones de escasez, o a ser objeto de violencia, pueden tener un nivel alto de felicidad, aunque vivan situaciones de profunda injusticia. Como el esclavo feliz, todos aquellos que pueden alcanzar poco, a menudo desean poco. No extraña que una de las naciones a las que se suele citar como caso exitoso de felicidad sea el reino de Bután —un sitio en el que, le aseguro, usted no querría vivir para ser feliz—. Por esta razón es curioso que simpatizantes de corrientes de izquierda (en tanto sean de tipo ilustrado, y no simpatizantes del socialismo utópico) vean en este nuevo paradigma de la felicidad un desarrollo positivo.
Los datos empíricos de los estudios de la felicidad muestran que aspectos como el acceso al mundo laboral, viajes más cortos entre casa y trabajo, oportunidades para nuestros hijos, vida familiar y comunal, etc. afectan nuestro nivel de felicidad. Argumentar contra un índice de la felicidad como paradigma desarrollista no implica que estos aspectos no sean importantes. El punto es otro. Primero: como muchos autores han señalado —entre otros el premio nobel de economía Amartya Sen— el bienestar como índice de políticas públicas no es reducible al nivel relatado de felicidad; y segundo: lo que los individuos merecen no puede depender de sus niveles de felicidad. A pesar de ser sexy, el nuevo welfarismo de la felicidad es una teoría política inapropiada. Independientemente del nivel de felicidad, los individuos tienen demandas legítimas que deben ser tomadas en serio. Lo que el Estado debe proveer no es un estado mental agradable, nuestra felicidad, sino que un contexto social justo y digno en el que podamos aspirar a realizarla.

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