Themo Lobos era el último sobreviviente de una generación que encontró la madurez artística en la mitad de los sesenta, en el momento exacto en que por unos segundos el cómic local -gracias a Mampato, La Chiva, Dr. Mortis y las revistas de aventuras que publicaría después Quimantú- pareció destilar algo parecido a una escuela.
Por Álvaro Bisama Revista Qué Pasa 25/07/2012
Themo Lobos falleció en la madrugada del martes. Vivía en Concón. Se había mudado ahí hace años. Tenía 84 años. Empezó a dibujar en la década del cincuenta y tuvo su momento de gloria cuando se hizo cargo de las aventuras de Mampato, en la revista homónima, a fines de los sesenta. Antes de eso, trabajó para Guido Vallejos y se volvió un maestro del humor gráfico en revistas como El Pingüino. Mampato había sido creado por Eduardo Armstrong y Oskar Vega. Lobos lo hizo suyo, convirtiéndolo en una máquina narrativa múltiple que le sirvió para contar lo que quisiera: el pasado, el futuro, la Independencia de Chile, describir la prehistoria, lo que viniera. Funcionó. Mampato fue un éxito arrollador que duró hasta fines de la década siguiente, cuando la revista cerró. Había venido el golpe. Lobos pasó los años siguientes sumergido, en medio de trabajos alimenticios como hacer ilustraciones de Los Pitufos, hasta que a fines de los ochenta empezó a republicar sus propias creaciones en Cucalón. En algún momento, el Jappening con ja adaptó las tiras de Alaraco para la televisión. Lobos decía que Alaraco era él. A fines de los noventa, Mampato empezó a ser editado en forma de álbumes, al modo francés, que vieron por fin el éxito comercial. Filmaron una película animada que no le gustó, al parecer. Lobos recoloreó sus historietas y lanzó un par de trabajos inéditos, entre ellos una novela. Su muerte cogió por sorpresa a todo el mundo. No parecía viejo, no parecía cansado, daba entrevistas con una lucidez inaudita. Cada año, la aparición seriada de los cómics de Mampato era una especie de cita pactada, en un encuentro que los lectores esperaban con un confiado deleite.
Lobos parecía no haberse ido nunca. Estaba aquí, en las estanterías y en la memoria, desde siempre. Es raro que se haya muerto porque era una criatura inaudita para la cultura chilena. Había sobrevivido a demasiadas cosas: a la UP, al golpe, al apagón cultural, a la destrucción de la industria de la historieta chilena. Era el último sobreviviente de su generación (la que sucedió a Pepo), que encontró la madurez artística en la mitad de los sesenta, en el momento exacto en que por unos segundos, el cómic local -gracias a Mampato, La Chiva, Dr. Mortis y las revistas de aventuras que después publicaría Quimantú, por ejemplo- pareció destilar algo parecido a una escuela. Esa escuela nunca llegó a tener nombre pero, en retrospectiva, fue gravitante para la historia del cómic chileno porque definió el momento exacto en que autores como Hervi, Eduardo Armstrong, Oskar Vega, Mario Igor y el mismo Lobos se preguntaron en sus obras por el sentido profundo de lo que hacían, por las relaciones entre la vida chilena y las historias que narraban, por el paisaje y la lengua en la que lo describían. Cada uno respondió a su modo a esas preguntas. Ahora mismo, habría que reexaminar el Artemio de Hervi, El Manque de Igor, todos los números de Mampato y componer con ellos un relato oculto de la cultura que se relaciona con los artefactos de Parra, las cintas de Ruiz y los primeros libros de cuentos de Skármeta, como si fueran parte de un mismo murmullo, de una vida común.
Pero Lobos no hacía aspaviento de sus hallazgos, en los álbumes de Mampato todo está puesto al servicio de la trama, el lucimiento gráfico desaparece en aras de la narración. Por lo mismo, sus mejores obras son aquellas donde se dirige a la historia chilena (La reconquista, El cruce de los Andes) y convierte a su héroe en un testigo que trata de explicar los hechos, de llenar los vacíos para poder participar de ese relato. Como en el Corto Maltés de Hugo Pratt, que leía a Conrad pero también a la arquitectura veneciana como una forma de su biografía, en Mampato era posible pensar que Blest Gana y Barros Arana eran idénticos, que compartían una misma escritura. Para Lobos, como para Pratt, la aventura es el modo que tenemos de apropiarnos de la memoria, de releer la tradición para volverla parte del presente. Que haya reflexionado sobre eso en la mitad de los setenta, cuando autores como Dorfman y Mattelart corrían el debate sobre el imperialismo y la teoría de la dependencia cultural hacia las formas del arte popular como la historieta, no deja de ser menor. Por lo mismo, el valor de su obra radica en que se trata una indagación en la naturaleza de la aventura, pero también en el deseo de dotar de nitidez al pasado, de recrear un mundo para habitarlo de nuevo. Hay ahí una reflexión sobre el lugar de la historieta en el campo cultural, de la ficción en relación a la historia. Mampato, a pesar de viajar por el universo, siempre retorna a su habitación. Escapa para volver a una casa chilena, una casa -tal es el arte de Lobos- quizás idéntica a la nuestra.Lobos brilla ahí por varias razones. La primera es que tuvo la suerte de aferrarse a Mampato hasta identificarlo: fue el único que pudo serializar su personaje por un tiempo largo. Creación ajena, al principio Mampato -el muchacho que viaja por todos lados gracias a un cinto espacio-temporal- era un carácter harto más cómico, más cercano a la parodia de la ciencia ficción que a la aventura pura y dura. Fue Lobos el que lo dotó de un imaginario (la comparsa de Ogú, la pseudonovia Rena, etc.), definiendo con eso el estilo de su propia obra, aquella mixtura entre realismo y caricatura que se volvió su sello personal. Digo esto porque hay pocos narradores gráficos que puedan habitar esos dos lugares en los que Lobos se movía con comodidad. Al leer cualquiera de las aventuras de Mampato el relato funciona siempre de modo doble. Me explico: como narrador gráfico, Lobos era capaz desplegar con habilidad cualquier gag cómico, pero también, desde atrás, llenar el decorado con la suficiente información visual como para dotar de una profundidad inusitada lo que estaba contando. Preciosista del detalle, experto en la búsqueda documental, el esfuerzo con el que lograba recrear la fidelidad de las ropas, la arquitectura, la flora y la fauna de los mundos que abordaba destilaba densidad, pero también precisión, al punto que alguna vez contó cómo le corrigió a Milo Manara ciertas inexactitudes en Verano indio. Aquello cobraba sentido en sus obras. Por más extraño que fuera el argumento de lo que le podía suceder a Mampato y Ogú, ellos habitaban en un mundo cuasi real, verosímil desde sus propias reglas.
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