Diario El Mercurio, Domingo 24 de Junio de 2012
Es una opción muy descaminada pensar que el progreso puede desalojar del alma humana el miedo a los fantasmas. Es cierto que la noche -en su sentido profundo- está cada vez más lejos de nosotros, relegada a los campos, y que tenemos una manera cotidiana de aplicar el método científico, lo que es de por sí un alivio, pero basta una distracción para que el terror ancestral se nos genere desde la médula. A veces despertamos a medias a una hora inusual y constatamos que la voz habitual de nuestros pensamientos viene perturbada -desde el fondo del sueño- por otras voces que se han apoderado de su frecuencia: voces de desconocidos que hablan cuestiones inconexas. Nos sentimos entonces un poco desarmados, sin los instrumentos de la racionalidad a la mano.
A la vista de una casa decimonónica de tres pisos abandonada, en la que se enseñorean los murciélagos y el polvo, les he preguntado a personas incrédulas si se atreverían a pasar una noche allá adentro en total soledad. Nadie me ha dicho que sí porque la pura idea resulta insoportable. Las casas antiguas son el escenario más básico para inducir el miedo, pero esto no significa que los fantasmas tengan un gusto arquitectónico específico. He caminado en noches invernales por las calles de balnearios recientemente construidos con la inquietante sensación de percibir, en el aura de ciertas casas, la inminencia de un crimen o el indicio de una mirada proterva tras los vidrios tapados de oscuridad.
El episodio más escalofriante que recuerdo lo vi en un documental sobre un psicópata asesino de niños en el sur de Estados Unidos. La madre de una niña desaparecida contaba que había llegado a su casa un hombre muy amable, quien la consoló y le ofreció toda su ayuda para la búsqueda de su hija, asegurándole que él podía encontrarla. Al retirarse, caminando hacia la puerta, el tipo se dio vuelta intempestivamente y su cara había cambiado: con los ojos vacíos y aliento frío le dijo: "Usted sabe que estamos hablando de un cuerpo muerto, ¿no?".
Henry James, en Otra vuelta de tuerca , se vio enfrentado al desafío de sostener una historia de terror en una época, si no claramente escéptica, bastante proclive a someter los hechos e insinuaciones del más allá a pruebas cientificistas (cosas como fotografiar apariciones o pesar el alma de un moribundo). James fue en el sentido inverso: se refugió justamente en la imprecisión, en las enriquecedoras ambigüedades de un relato encontrado o reproducido o remoto. James escribió Otra vuelta de tuerca deliberando cada uno de sus efectos. Su éxito en la consecución de esa breve novela radica en que deja al lector suspendido en base a una cadena de inferencias. No necesita probar nada, sólo cuidar que la narración de los hechos siniestros conserve la coherencia interna.
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