Diario Las Últimas Noticias
Lunes 28 de mayo de 2012
Las irregularidades climáticas
de los últimos años son factores
de perturbación inconsciente.
Nos criamos con las alegorías
de las cuatro estaciones,
claramente definidas
en su concierto cíclico.
Aun siendo pájaros de ciudad
de tres o cuatro generaciones,
seguimos sintiendo por allá
en el fondo del espíritu
el ritmo de la vida agrícola,
lenta, aislada, silenciosa.
Por eso nos molestan
estos años mochos sin otoño
o con inviernos relativos y atrasados.
Por atavismo infantil
tenemos una idea de la felicidad
para cada una de las estaciones.
El invierno ideal, en ese sentido,
correspondería a unas
prolongadísimas vacaciones
puertas adentro,
un período de libertad,
de holgada irresponsabilidad
y de adormecimiento
junto a las estufas,
rodeados de adultos protectores
y alegres pero levemente ausentes,
cada uno concentrado en lo suyo.
Así se puede vivir:
a salvo de los embates del mundo,
acallada la voz de Pepe Grillo
del superyó, libres de la culpa
y sus conventilleos psicológicos,
momentos en los cuales
las expectativas del deseo
se cumplen con un café
y una marraqueta con mantequilla
o con el hecho de prender el televisor
justo en el instante en que empieza
una película que veremos
con cierta laxitud de juicio.
Quizás de esta manera aprendimos
alguna vez que estar era algo específico
y que la felicidad podía ser modesta.
Que no había necesidad de desplazarse
a través de las carreteras
en busca de los paraísos del turismo.
Que tirados sobre contenedores sillones
podíamos recordar el mar sin ansiedad,
y desde el mismo sitio vislumbrar
por la ventana la nieve de las montañas
que otros remontarían esquiando.
Me hablaba un amigo
sobre un concepto de Heidegger:
la humana necesidad de distancias.
Suponer siempre que
las cosas suceden más allá,
en un lugar lejano,
el convencimiento
de estar perdiéndose de algo
al permanecer inmóvil
al interior de la casa.
Me parece, por lo mismo,
que uno está estructurado
por ambos impulsos:
el ambulatorio, que nos obliga
a abandonar el hogar, y el sedentario,
que nos trae de vuelta y nos insta
a refugiarnos de un exterior
habitualmente amenazante.
Antes, en los antiguos trenes al sur,
era posible observar, en los viajes nocturnos,
las calles desoladas de algún pueblo
que el tren atravesaba silenciosamente,
casi con el puro vuelo.
Uno sentía en ese momento
una especie de llamado inefable,
las ganas de quedarse ahí,
como si esas calles desconocidas
y despobladas nos retuvieran un secreto.
La sensación de inminencia
se acrecentaba cuando veíamos
una ventana con la luz prendida.
Imaginábamos al habitante insomne
que escuchaba el paso del tren
y que discretamente se asomaba.
Probablemente el interior
pálidamente iluminado de los vagones
le provocaba la inquietud del viaje,
la intriga de los destinos ajenos,
las remotas ganas de partir o de ser otro.
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