Diario El Mercurio Miércoles 23 de Mayo de 2012
Algo más de cinco millones
de nuevos ciudadanos
o, al menos, de nuevos inscritos.
Ése era el público más interesante
para el Presidente Piñera
y sus asesores al momento de redactar
y pronunciar su reciente cuenta.
Los demás, los restantes ocho millones,
nos movemos alternativamente
entre el "por ningún motivo",
el "si bien es cierto, no es menos cierto"
y el "de todas maneras".
El objeto de nuestros vaivenes actuales
y de nuestras opciones futuras
se puede llamar Golborne o Bachelet,
Longueira u Orrego,
Enríquez-Ominami o Allamand.
Vamos de acá para allá en nuestras adhesiones,
dudas o rechazos, pero los encuestadores
y los candidatos nos conocen bien.
Somos lo previsible.
Meterse en la cabeza de los nuevos inscritos,
por el contrario, es una aventura muy riesgosa.
El Presidente intentó justamente
hacer con ellos un contacto
que merece elogios, porque los buscó
como potenciales adherentes de sus ideas,
exactamente ahí donde otros creen
que jamás podrían encontrarse
hoy un líder y la juventud:
en la nostalgia de los grandes bienes perdidos.
Los jóvenes apenas sospechan
cómo se defendía y promovía antes
la familia en Chile,
pero al contemplar su destrucción
-al malvivirla- añoran
otras señales, otras políticas.
Los menores de 35 ven que les degradan
la vida del que está por nacer
con tres o cuatro argumentos de pacotilla,
pero en sus conciencias
una chispita los quema por dentro
y les dice que no, que esos crímenes
son para trogloditas o genocidas.
A los estudiantes, sus dirigentes
sólo les hablan de derechos,
de rebajas y de democratizaciones,
pero son muchos los que se preguntan
cómo se compadece todo eso
con la vida intelectual,
que es de deberes, exigencias
y jerarquías del saber.
Para tantos que debutaron
el año pasado en las calles,
la movilización carente
de proposiciones concretas
va haciéndose estéril y degradante;
añoran dialogar,
meterles cabeza a las soluciones,
reemplazar el eslogan
por las neuronas y los números.
Y en quienes comienzan la vida laboral,
los estímulos a la pura productividad,
a la sola movilidad laboral,
devienen casi siempre en un atónito
"¿Y para qué esforzarme tanto?...
¿Para ese puro éxito efímero?".
De esas y de otras nostalgias
les habló el Presidente a los nuevos electores.
Se las concretó mostrándoselas, analizándoselas,
proponiéndoles modos de volver a traerlas a la realidad.
A los mayores, ya curtidos
en tantos casos por la desesperanza,
la nostalgia les resulta ingrata, molesta.
Mejor ni oír hablar de un Chile humanizado,
de ése en el que, en medio de sus defectos,
se sabía bien lo que eran la familia y la vida,
el estudio, el diálogo y el trabajo.
Por eso, desde la Concertación,
casi todo fue descalificación
para el discurso presidencial,
porque entre la nostalgia del bien perdido
y la utopía del futuro ideológico
no hay sutura posible.
Y por eso también tantos en la Alianza
destacaron esta o aquella variable económica
en logros o proyectos -y ahí se quedaron-
desviando la atención de los grandes bienes propuestos.
¿Por qué? Simplemente porque
han perdido la jerarquía en sus objetivos.
Quizás sean muy pocos
los nuevos inscritos
que efectivamente hayan oído
o leído el discurso presidencial.
Delicado, sin duda,
si se pretende desde ese texto
generar una nueva mayoría
para recuperar los grandes bienes nacionales.
Pero, al menos, hay una señal muy positiva:
por esa vía podría llevarse a muchos millones,
vía nostalgia, hacia un Chile mejor.
Si fue o no un discurso exitoso
en su propósito más profundo,
dependerá de que tanto
la política gubernamental
como las candidaturas
que quieran representarla
sean fieles a esa nostalgia juvenil,
oculta pero muy real.
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