Una mirada al Chile profundo...‏





Esta temporada primavera-verano
que se extiende y se prolonga
más allá de todo pronóstico,
como renuente a dejar todavía
que el otoño tome posesión del territorio,
ha sido para mi hijo Benito un tiempo 
destinado en plenitud a exploraciones 
de entornos agrestes de la zona central
en los que abunda la vegetación nativa 
-a pesar de los incendios y de la
permanente intervención antrópica,
las más de las veces poco respetuosa e invasiva.

Desde La Campana a Altos de Lircay;
desde La Parva a las Quebradas de San Juan
en las cercanías de Llo-lleo;
desde Río Clarillo a Altos de Cantillana
por el sector de la Reserva Cobre Loncha
en las cercanías de Doñihue y sus famosas mantas;
de la Quebrada de Macul a la Quebrada de La Plata;
del río Teno a la Laguna del Maule,
o el cajón del Melado al Monumento Natural El Morado.

Poco a poco ha ido conociendo algunos
de los muchos lugares interesantes 
que todavía quedan por explorar, 
para emparse de bosque esclerófico,
de quebradas, cascadas y vertientes;
de laderas nortes donde abunda 
el chagual y la retamilla
o en gentiles y bellísimos bosques de roble
como en Altos de Chicauma en los cerros de Lampa
a Alto Huemul, en la cordillera de San Fernando.
Y así, desde Valle Nevado a los bosques de Zapallar,
y tantos otros lugares para maravillarse y aprender.

En algunas de dichas incursiones
hemos compartido la sensación
de internarse en un espacio sagrado
por la paz y recogimiento que se produce
al desplazarnos entre respetables Peumos
que se yerguen como columnas basilicales
o contemplar enormes Bellotos del Norte
que parecieran elevarse hasta las nubes.

Pasear por un bosque de Nothofagus
y detenernos por un momento
a observar a un picaflor que aparece
de improviso y por un instante mágico, 
suspendido y en suspenso, 
mientras contemplamos el destello
de su espalda de intenso verde iridiscente
y por un momento que merece
ser descrito como una pequeña eternidad,
percatarse que la pequeña ave
se encuentra en la misma línea de visión
de un enorme búho, y ese verde descrito
flota sobre un fondo: un disco amarillo
que es lo que parece ser cada ojo de un Tucúquere,
mirándose mutuamente con curiosidad.

La flora mediterránea de Chile es gentil,
de una exuberancia contenida,
que por momentos puede resultar
impenetrable si el bambú nativo,
la Quila  se pone a ratos invasiva, o el crucero
torna una quebrada en algo impenetrable.

Pero la Quila esconde joyas como el Colilarga,
una pequeña avecilla cuyas característica cola
compuesta de dos plumas rectrices muy largas
que le confieren dos tercios del largo total del ave,
y el Crucero, puede a veces resguardar 
unas Palmas chilenas cuyo entorno 
no ha sido pisado por el hombre en siglos.

Hay corredores biológicos 
por los que circulan hasta pumas,
y hay otros que han sido cortados
por la Radial Nororiente, 
que interrumpió el paso del zorro chilla 
al Parque Metropolitano de Santiago
a la altura de La Pirámide.

Cuando no lo he podido acompañar
en muchos de sus recientes periplos,
el relato de sus incursiones
y las abundantes imágenes
que ha traído consigo,
revelan el despliegue y la maravilla
de un Chile profundo y entrañable,
visto bajo la mirada de un ojo sensible
y conocedor de nuestra naturaleza.

Un privilegio tener a un hijo
por maestro que nos enseñe
a contemplar, a reconocer,
a admirar y a conmovernos
ante tanta belleza
y riqueza de asociaciones
vegetales y animales,
paisaje, clima y misterio...

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