La sociedad de Pickwick



por Jorge Edwards
Diario El Mercurio, Viernes 20 de Abril de 2012
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/04/20/la-sociedad-de-pickwick.asp


Viajo a Bucarest durante un fin de semana, estrujando el tiempo, pidiendo autorizaciones burocráticas, y presento un libro en traducción a la lengua rumana. Rumania es un país de tradiciones literarias, de buenos lectores, de excelentes librerías. La presentación se hace en una de varios pisos, en un café rodeado de caricaturas de escritores en los muros, frente a una audiencia sentada en mesas redondas, atenta, amable, que sigue las intervenciones con audífonos para la interpretación bilingüe. Al fondo diviso una caricatura de Gustave Flaubert sentado en un sofá de antiguo diseño, desnudo, y que le dice a una señora sorprendida: "Madame Bovary soy yo". Hablan dos críticas especializadas, bien informadas, sensibles a los fenómenos de la literatura, detalle poco frecuente entre nosotros, y una anciana señora toma la palabra desde el público y celebra nuestro sentido del humor. La señora me dice, más tarde, cuando la sesión empieza a disolverse, que se hizo cargo en años juveniles de numerosos exiliados chilenos, entre ellos, el poeta Omar Lara. No quedan partidarios del régimen de Ceaucescu en Rumania, para suerte de los rumanos, pero quedan personas de espíritu generoso, que recuerdan con afecto a sus amigos chilenos. Es una actitud que tiene coherencia y que demuestra inteligencia, e incluso inteligencia política.
La editora, Laura Arbulescu, de la editorial Arte, anuncia que preparan la edición de un tercer libro mío, Persona non grata , y todos parecen muy conformes. Nadie está dispuesto a resucitar a viejos caudillos, ni aquí ni en el Caribe. Y en la noche del viernes, en una calle de librerías, tabernas, boliches de toda clase, ventas de anticuarios, terminamos bebiendo vino chileno en una vinería instalada por un arquitecto de nuestro país y su pareja, una joven de origen tártaro. Ya ven ustedes los contrastes, los cruces de caminos, los inesperados encuentros, en estas regiones del oriente de Europa.
De regreso en París, visito al embajador delegado de Rumania en la Unesco, el señor Manulescu, viejo crítico y profesor de historia literaria, que fue expulsado de su cátedra en la Universidad de Bucarest por razones de disidencia ideológica, en épocas de las que ahora prefiere no acordarse. El profesor me cuenta que mi traductora, Luminita Marcu, es una destacada y querida discípula suya. Después me propone lo siguiente: han aparecido de nuevo, por razones que desconoce, algunos escritores en el cuerpo diplomático acreditado en Francia, y sugiere que formemos una sociedad de embajadores escritores residentes en París, una especie de versión actualizada del Club de los Negocios Raros, de Chesterton, o de la Sociedad de los Papeles de Pickwick. Apoyo su idea con entusiasmo, pero le sugiero que ampliemos las condiciones de ingreso: el cónsul de Portugal en Estrasburgo, por ejemplo, embajador de su país en la Unesco hasta hace poco, es un poeta distinguido, heredero directo de la gran línea poética de la lengua portuguesa, y es posible que así también existan otros escritores en otros refugios diplomáticos de este país. Yo creo, eso sí, que esto de los escritores diplomáticos ya no es tan importante como era, y por dos razones: la literatura se ha transformado en profesión, para bien y para mal, y la diplomacia ya no tiene la importancia que tuvo, por ejemplo, en los años del Congreso de Viena. La consecuencia es la siguiente: ni los escritores tienen tiempo para menesteres burocráticos, ni la diplomacia de ahora está en condiciones de protegerlos. Formemos, pues, nuestra sociedad marginal, y organicemos una monumental despedida: adiós a los tiempos de Chateaubriand, de don Juan Valera, de Octavio Paz, de Joao Guimaraes Rosa, de tantos otros. El profesor Manulescu se ríe. Cita, entusiasmado, unos conocidos versos de Jean-Arthur Rimbaud, y yo continúo la cita. ¿Usted cree que los franceses de ahora, me pregunta, conocen su poesía así de bien? Yo me encojo de hombros. Le respondo que visité hace poco la ciudad de Bordeaux (Burdeos), y que mi chofer de taxi sabía todo lo que se podía saber de Michel de Montaigne, incluso de su apellido Eyquem, pero que la gente del hotel no había escuchado hablar en su vida del personaje. Creían que era un invento de turista excéntrico, despistado.
Escribo estas líneas cuando termino de leer unos ensayos sobre Talleyrand: Mauricio Enrique de Talleyrand, abate de Périgord, obispo consagrado antes de la Revolución, príncipe de Bénévent. El personaje realizó una hazaña única en la historia de la diplomacia universal: fue alto representante de la monarquía de Luis XVI, de la Revolución, del Directorio, del Imperio de Napoleón Primero, de la restauración monárquica. Se emparejó con muchas mujeres, contrajo matrimonio con una señora de vida licenciosa, de costumbres que escandalizaban a las demás figuras oficiales de la época, promovió leyes revolucionarias que perjudicaban al clero, se hizo miembro de la masonería, cobró suculentas comisiones antes de firmar tratados internacionales, especuló con gran éxito financiero en terrenos agrícolas y en propiedades urbanas, llegó a ser dueño de la célebre viña Haut-Brion, y recuperó al final sus prerrogativas eclesiásticas a fin de morir en la fe católica y ser enterrado en tierra consagrada. No existen ahora diplomáticos de esas dimensiones desproporcionadas, y quizá es mejor que no existan. En cuanto a los François René de Chateaubriand y los Juan Valera de ahora, reciben premios bien dotados y se refugian en universidades norteamericanas. La sociedad inventada por el profesor Manulescu es una sociedad imposible, y conviene, por eso mismo, promoverla.
Mauricio Enrique de Talleyrand tuvo a un jefe exigente, difícil: Napoleón Bonaparte. Los dos personajes terminaron por separarse, pero consta que Napoleón, en sus años finales, hablaba del Príncipe de Bénévent con algo de nostalgia. Estaba en desacuerdo con él en demasiadas cosas. Reconocía, sin embargo, que trabajar con él era enormemente interesante, instructivo, divertido. Y a lo mejor, si le hubiera hecho caso, no habría terminado en el destierro. El príncipe era ferviente partidario del equilibrio europeo y no de las expansiones armadas excesivas. Si Napoleón le hubiera hecho caso, no habría invadido Rusia. 

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