Hablar de Neruda



por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 02 de Marzo de 2012     http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/03/02/hablar-de-neruda.asp

Un grafómano nacional dijo hace tiempo que no puedo escribir una línea sin hablar de Neruda. La verdad es que puedo escribir muchas líneas, líneas casi interminables, sin decir una sola palabra sobre Pablo Neruda. Es algo que demuestro a cada rato. Pero no me gustan las prohibiciones, las condiciones previas contrarias a la libertad de creación, formas de censura que no se atreven a decir su nombre. Neruda es uno de los grandes personajes literarios del siglo pasado, nos guste o no nos guste, y me tocó estar cerca de él, por razones diversas, durante períodos más o menos largos. Vivo ahora en la casa donde vivió él, hace ya un poco más de cuarenta años; duermo en el espacioso y sombrío dormitorio donde él y Matilde dormían; miro muchas veces al día la cúpula de Los Inválidos, que él solía contemplar con un catalejo de marinero, de color blanco, adquirido en una tienda de juguetes, de manera que el fantasma suyo, el del poeta cansino, burlón, imaginativo, acompañado de sus amigos, se me aparece de cuando en cuando. Y me digo que mi remoto censor tendrá que tragarse su censura. Hablo, pues, de mi tía Elisa Edwards Garriga, que es una memoria nebulosa, de mi reciente amigo Humberto Pino, del Gualeta Blanchard, y si se me ocurre, o si su fantasma se me aparece, del poeta de Crepusculario y de Residencia en la tierra.
He leído hace poco un largo artículo que aseguraba que Neruda fue asesinado en la Clínica Santa María de Santiago de Chile, un sábado por la mañana. Que alguien le puso una inyección letal y lo despachó para el otro mundo. Después de observarlo de cerca en la última etapa de su vida, yo estaba convencido de que había muerto de muerte natural. Ahora, después de leer ese artículo dos veces, y de escuchar suposiciones y especulaciones periodísticas de escaso rigor, sigo convencido. Y me formo una opinión personal, digamos que no positiva, de esta gente fabuladora, opinante, indiscreta, que pulula por todas partes. El poeta estaba muy enfermo en sus años finales de París y fue sometido en esta ciudad a dos operaciones que no consiguieron detener su cáncer avanzado de próstata. Por razones que no pretendo explicar y que no entiendo del todo, la enfermedad del poeta se mantenía en una estricta reserva. Para mí era un tema extremadamente complicado. Una vez me llamaron a las once de la noche de un día sábado, desde una importante embajada latinoamericana, porque el poeta, que ya había obtenido el Premio Nobel de Literatura, había aceptado asistir a una cena en su honor y no se había presentado. Era un ausente difícil, un fantasma de mucha carne y mucho hueso, que causaba decepciones e irritaciones de todo orden.
Era un embajador inusual, para decir lo menos, y yo lo ayudaba en la medida de lo posible a escapar de los rigores y las tonterías de la burocracia. Llegaba a su oficina después de las diez de la mañana, sin marcar tarjeta, desde luego, y hacia las once y media me decía con voz algo patética: ¡no aguanto más! Andate, le contestaba yo, sal a dar una vuelta, entra en una de las librerías anticuarias que te gustan, y salía a un paso de trote corto, poniéndose la boina o la gorra del día. García Lorca había escrito que estaba más cerca de la sangre que de la tinta. Estaba lejos de los tinteros, en cualquier caso, y de los archivadores.
Un día entré a la triste oficina a la que sigo entrando, por mi sola y exclusiva culpa, y lo encontré inclinado sobre una página de diario, pensativo, ausente. En un recuadro pequeño, en un extremo de la página, se leía que Raúl Leoni, ex presidente de Venezuela, a sus sesenta y ocho de edad, había fallecido de cáncer de próstata. Era amigo mío, murmuró el poeta, y tenía la misma edad mía, pero sobre el cáncer de próstata mencionado por el diario no dijo nada. Guardó un silencio que me pareció enigmático, y miró no se sabe hacia qué parte. En Isla Negra, en el bar de su casa de la playa, poco antes de viajar a Francia, me habló de la muerte a propósito de nada, sin el menor anuncio previo. ¡Qué cosa más extraña!, había exclamado, y había querido dar a entender que era, al menos para él, un fenómeno incomprensible. Había escrito mucho sobre la muerte en la poesía de su juventud, sobre una muerte que navegaba por un mar onírico, "vestida de almirante", y más tarde, en sus versos maduros, había hecho un intento serio, comprometido a fondo, para desterrarla. Si uno lee un poema que lleva el título de El campanario de Authenay, en uno de sus libros del final, Geografía infructuosa, nota de inmediato que el tema regresa con enorme y soterrada fuerza. Ese campanario perdido en la planicie de Normandía, con su alta aguja destacada frente a un cielo de maravillosos reflejos, sobrevive a los agrimensores, los albañiles, los picapedreros que lo construyeron. Ayer, en una reunión cualquiera, se me acercó un joven escritor francés y me habló de Louis Aragon. Después me preguntó por la amistad de Aragon con Neruda. Y me dijo, como resumen de lo conversado: ¿no le parece a usted, después de todo, que Neruda ha sobrevivido bien? Me parece, después de tantas cosas, que sí, le respondí.
Después de su muerte, Matilde, que nunca mencionó un posible crimen, me contó que el médico le había recomendado que le ocultara toda noticia negativa, desagradable para él. La recomendación era una ingenuidad. El poeta vivía mirando noticias en la televisión, escuchando informativos radiales, leyendo todos los diarios que llegaban a sus manos. Era un ávido consumidor de actualidades políticas chilenas e internacionales. Ocultarle las noticias del once de septiembre del año 1973 habría sido más difícil que construirle una ciudad de cartón, como las que le presentaba Potemkin a la emperatriz de todas las Rusias, y encerrarlo en ella, lejos del mundo. El poeta era mundanal, intensamente curioso, participativo. En el artículo que leí no sé dónde (y no quiero rcordar dónde) se afirmaba, con perfecta cara de palo, que al poeta lo habían llevado a la Clínica para hacer un aro en su viaje al exilio de México. ¡Qué disparate! Al poeta lo mató un cáncer galopante, acumulado a la pena, el desánimo, el pesimismo de una persona que sabía observar el mundo y que había conocido desde adentro el drama español de su tiempo, repetido en Chile a diferente escala. No necesitaba de una inyección letal en el estómago para morirse, como sostienen ahora algunas truculentas e interesadas versiones.

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