Tinta China



¿Un guatapique a favor de la cultura?
por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias, martes 21 de febrero de 2012

Es impresionante 
la solidaridad que ha recibido
Felipe Huenuñir, 
el músico que fue multado
por tocar contrabajo, 
sin el permiso correspondiente,
en una calle de Viña del Mar.

No es poco habitual
que los artistas callejeros
tengan esa clase de encontrones
con la policía, pero esta vez
alguien que pasaba por ahí
fotografió una escena elocuente:
el joven contrabajista
miraba con impotencia y desazón
hacia el imposible punto de fuga
en el final de la calle,
apoyado sobre su instrumento
con resignación, mientras
uno de los carabineros que lo rodeaban,
acompañado por un perro policial
que se hallaba echado 
como una esfinge a sus pies, 
se concentraba de una manera
ostensible en la escritura de la boleta.

Además, pronto se dijo
que el muchacho
"tocaba piezas de Bach".

El contraste, entonces,
no podía ser más brutal:
la música de Bach, es decir,
la mayor expresión de belleza
de la que ha sido capaz 
el género humano, ahora profanada
por la tosquedad policíaca,
monosilábica, grotescamente binaria.

De un tiempo a esta parte,
abonado por las redes sociales
y por esos superteléfonos
que al parecer sirven hasta
para lavarse los dientes,
ha florecido un tipo de cazanoticias
tan bien inspirado que da escalofríos.

A cada rato se encuentra un atentado 
contra la corrección política,
contra los buenos sentimientos,
contra la inteligencia
o contra aquella cosa informe
que se llama cultura.

El caso del contrabajista
es patético en ese sentido.

¿Qué tendrían que haber hecho
los carabineros para no quedar
como rústicos aguafiestas:
tirar unas monedas en el sombrero,
entornar los ojos, llorar de emoción?

Si nos dejamos llevar 
por el indignado escándalo
que ha producido la acción de la policía,
pensaríamos que ya no habitamos
un país de orejas de tarro,
donde los músicos tienen que mendigar
presupuestos fiscales 
y la educación musical
está cada vez más arrinconada;
no, ya no vivimos en ese país,
sino en Austria o en Hungría
o en cualquiera de esos lugares
donde las nubes 
tienen forma de pentagramas
y hasta los adoquines 
se saben a Mahler de memoria.

De un momento a otro,
gracias a las alharacas súbitas
de las súbitas multitudes 
admiradoras de Bach,
resulta que vivimos en un país
en que la música es algo importante,
esencial, más que el dinero,
más que la impostura,
más que la sumisa aceptación
de la estulticia, de modo que
la policía debe proteger a los músicos
pase lo que pase, y digan lo que digan
las leyes y las constituciones
y los reglamentos municipales,
hasta las últimas consecuencias,
y tratarlos como si fueran
ángeles de la patria.

Hay una especie de placer sádico
e inconducente en esa vieja costumbre
de ridiculizar al paco de la esquina
mientras por debajo 
ocurren desastres mucho peores.

En un país 
que cultiva el feísmo desatado,
la viejolatría, el mercantilismo
y la tontería escolar eternizada,
reírse de sargentos o cabos insensibles
en un insípido tiro al aire, 
un guatapique que no le hace 
la menor mella
al verdadero enemigo
de nuestra presunta batalla cultural.

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