La plegaria



por Rodericus
Diario El Mercurio
Jueves 16 de febrero de 2012

De rodillas, 
una mujer o un hombre
oran silenciosamente a Dios.

Hay tanto que quiere(n) decirle 
al Padre, al Redentor, al Consolador,
pero la oración de esa persona
no necesita de tantas palabras,
pues Dios tiene presente
las intenciones del corazón humano.

Sin embargo, aun así
hay que hablarle al Verbo,
ya que la oración 
que brota de la intimidad,
de la impotencia
y del anhelo
de felicidad eterna,
es la súplica que nunca 
deja de ser escuchada.

Dios no es sordo
y nosotros no somos mudos
y, por ende, la oración
es una conversación real,
con un interlocutor
invisible a los sentidos,
pero más verdadero
que todo lo percibido.

La oración es respiración,
pensaba Kierkegaard.

El creyente en Dios
sabe que sin ella
su vida se asfixia,
se extravía, se restringe.

Orar manifiesta la humildad
del que sabe que no es dueño de sí mismo,
y la esperanza del que, en medio
de tristezas e incertidumbres,
asume que las riendas de su propia historia
están sostenidas por las manos divinas,
más que por las suyas.

La oración es confianza.

Quien se dirige a Dios
experimenta la certeza interior
de que su existencia responde
a una trama de amor mayor,
y que nada de lo que le acontece
escapa a una Providencia
que 'dispone todas las cosas
para el bien de los que lo aman'.

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