La otra mirada

La otra mirada
por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 10 de Febrero de 2012     http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/02/10/la-otra-mirada.asp

Abro la prensa chilena por internet y me encuentro con una mirada, una sonrisa entre abierta y disimulada, entre alegre y burlona, que pertenecen al paisaje de mi juventud. Después recuerdo lo siguiente: entrar a una casa del final de Providencia, de los alrededores del canal San Carlos, y notar con el rabillo del ojo que en uno de los árboles del jardín, en una plataforma de madera empotrada entre las ramas, a tres o cuatro metros de altura, hay un adolescente que se mueve, que observa desde arriba. Era una mirada que ensayaba una perspectiva diferente, que contemplaba el mundo desde una relativa altura, desde un escondite que no bastaba para esconderse del todo, pero que inventaba otro espacio. He contado en otra parte el primer encuentro de un grupo de adolescentes con Pablo Neruda en esa misma casa, en un corredor, mientras se escuchaban las risas y las bromas de los mayores detrás de una puerta. Después supimos que el autor principal de aquellas bromas era Acario Cotapos, compositor de un poema sinfónico que se llamaba, precisamente, El pájaro burlón , y que había imitado una función de circo entera, con sus elefantes y sus monos, y con los bostezos de sus leones trasquilados y aburridos.
Uno de los adolescentes que habían recibido al poeta Neruda con cara de curiosidad, sin asombro, con expectativas, pero sin mayor entusiasmo, era el hijo del dueño de casa, homónimo suyo, Sergio Larraín, a quien todos conocíamos como el Queco. La cara que encontramos en los diarios de estos días, con sorpresa y con tristeza, era la misma que espiaba a las visitas desde las ramas de los árboles, medio escondida. En otras palabras, el Queco, desde sus catorce o quince años de edad, se proponía mirar el mundo y sus habitantes de otra manera, desde su intimidad, desde su refugio privado. No es extraño que haya dedicado parte de su vida al arte de la fotografía, con resultados sorprendentes, y tiene una lógica, una coherencia, el hecho de que más tarde haya renunciado a su tarea y haya preferido practicar una mirada más amplia, menos encasillada, universal, cosmogónica, de una libertad absoluta. No era posible y ni siquiera sensato reprocharle eso. Fue una decisión difícil, desde luego, pero seguir en la fotografía profesional, con todas sus obligaciones, sus prisas, sus esclavitudes, no habría sido menos difícil. Es importante dejar una obra, sobre todo cuando en ella encontramos un fragmento de historia, pero dejar un testimonio personal es quizá todavía más importante. Sergio, el Queco, se encerró en la provincia de Ovalle y se quedó deliberada y obstinadamente mudo. Uno, de cuando en cuando, tomaba nota, se acordaba de él y cavilaba. Fue probablemente más sabio, a su manera, que nosotros, los contemporáneos suyos, que todavía corremos y nos afanamos, seguramente por nada y para nada.
Sergio Larraín fue el fotógrafo de los niños vagos, de los terrenos marginales, de la gente que vivía debajo de los puentes o en las poblaciones más miserables, de las escalinatas de Valparaíso, de personajes de una solemnidad más bien grotesca que se encontraban debajo de los portones y las escalinatas del Banco de Chile. Era una generación que leía Residencia en la tierra y Poemas humanos , que trataba de entender a Rilke y a T. S. Eliot, que conocía a Dostoievsky, a Franz Kafka, a Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Si aparecía un fotógrafo entre nosotros, no podía ser diferente del Queco. Y a veces, desde su retiro del norte, me mandó unos versos y unas prosas fragmentarias. Pero su decisión de doblar una página, de no entrar por ningún motivo en la carrera de la promoción artística, a pesar de que los grandes fotógrafos del siglo conocían y admiraban su trabajo, era absoluta. En esa materia no había que equivocarse. En un momento quise hacer algo para darlo a conocer en el París de hoy, ya que el de Henri Cartier-Bresson lo conocía perfectamente, pero comprendí a tiempo que había que respetar la voluntad suya, no la inquietud mía.
Ahora recuerdo paseos en Vespa y visitas nocturnas al Roland Bar de Valparaíso, conversaciones interminables, lecturas apasionadas, entrañables amigas. Hace pocos años le dije a un editor de Barcelona que necesitaba para un libro mío una portada donde se viera una llave. Sin preguntar nada, sin saber que podía existir una coincidencia, el editor me mandó la fotografía de una llave gigante en la arena de Isla Negra. Era una ilustración del Queco para las prosas de Una casa en la arena , libro que el poeta del lugar y el entonces joven fotógrafo habían tramado y armado juntos. La aprobé con entusiasmo y pensé en los tejidos, en los vasos comunicantes, subterráneos, de las palabras y las imágenes. Ahí, en mi portada, está todavía la llave que servía de enseña de la cerrajería de Temuco, sacada del bar del poeta y colocada al azar, en las arenas mojadas, cerca de las olas y del roquerío. Después abro un libro y me encuentro con una foto mía, de noche, a los veinte años, en medio de una fiesta, mientras el Queco, en la punta de los pies, con pasos largos, armado de su máquina, salía de la sombra y apretaba el obturador. Son episodios perdidos en el tiempo, momentos irrepetibles, pero he pensado que conviene fijarlos, aunque sea en una breve crónica, "para memoria en lo futuro". 

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