Escribir de ciudades



por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 24 de Febrero de 2012   
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/02/24/escribir-de-ciudades.asp
Llego a una librería de calidad, de buena oferta de novedades, de fondo abundante y variado, de nombre sugerente, La espuma de las páginas, parodia del célebre título de Boris Vian, La espuma de los días, empiezo a recorrer los mesones con tranquilidad, a sabiendas de que necesitaré tiempo libre, uno de mis bienes actuales más escasos, de que haré descubrimientos, de que tendré sorpresas, y se me acerca un señor de mediana edad. Es un chileno que vivió algunos años en Francia, que ha regresado hace poco a Chile y que me pide que escriba más sobre París. Se declara aficionado a mis crónicas sobre la ciudad. Le contesto que ya he escrito mucho, y desde hace décadas, sobre el tema, y que a veces, por evitar el exceso, la monotonía, la pedantería, lo que ustedes quieran, a pesar de que tengo algún asunto bien agarrado -el París de Paul Cézanne, por ejemplo, o el de Claude Achille Debussy-, prefiero cancelarlo, cambiarlo de ubicación, pasar a otra cosa. No soy especialista en París, ni en Santiago, ni en Salvador de Bahía. Creo, sin embargo, que me atrae la literatura de ciudades, en la ficción, en la crónica, en las memorias. Fui poeta en mi adolescencia, debido a mis lecturas, a Neruda, a César Vallejo, a T. S. Eliot, a muchos otros, pero sentía que el barrio bajo de Santiago, entre la calle Carmen y la calle Alonso Ovalle, entre la Plaza de Armas y lo que se llamaba el Barrio Cívico, estaba lleno de historias y de contadores de historias. Mi paso del verso a la prosa consistió en pasar del lirismo, del paisaje, del mar, de las nubes, a las narraciones de caserones, de callejuelas, de patios, de tabernas de puertas adentro o de subsuelos. A veces me interesó mucho el pasado de las ciudades, sus laberintos, sus secretos, y creo que de ahí salió una de mis novelas, El Sueño de la Historia. Me digo a menudo, sin embargo, que esto de la prosa, de la palabra escrita, de la narración destinada al papel impreso, es un fenómeno de otra época, un anacronismo. Pues bien, no renuncio por ningún motivo al anacronismo. Me dispongo a morir con las botas puestas en lo que a escritura, a papel, a librerías, a manuscritos y libros de anticuario, se refiere.
Supongo que encontrarse con una persona en una librería y cambiar unas cuantas frases amables, en los tiempos que corren, es una perfecta extravagancia. Compruebo que la ciudad de París todavía lo permite, y esto me levanta la moral un poco. Seguiré escribiendo sobre esta ciudad, contra viento y marea, le aseguro a mi amable interlocutor, y me parece que se concentra, animoso, en la revisión de las bien provistas estanterías. En un sector, en todo un pedazo de muro, está la Biblioteca de La Pléiade completa o casi completa. En otra parte está la colección de bolsillo de Poetas de Hoy Día. Acompañé a Pablo Neruda, en tiempos ya pretéritos, a una reunión con el editor de la serie, Pierre Seghers, y como nosotros éramos gente de habla castellana y del sur de este mundo, recuerdo que comimos una espléndida y multicolor paella valenciana, acompañada de vino tinto del Marqués de Cáceres. Eran actitudes del hispanismo a la francesa, lugares comunes internacionales, y no había más remedio que someterse. Los valencianos auténticos dicen que sólo se puede encontrar una buena paella entre la ciudad de Castellón y otra que se halla a pocos kilómetros al sur de Valencia. Cada país tiene sus fanatismos en materia de gastronomía, y cada ciudad.
A veces nos reprochan el ser escritores urbanos, pero hay ciudades en toda la gran literatura, por lo menos en la época moderna. A mí me gusta el Madrid de don Benito Pérez Galdós y de muchos otros, el París de Balzac y de Marcel Proust, el Londres de T. S. Eliot (es decir, tomen nota ustedes, de un poeta), y el Buenos Aires de Jorge Luis Borges. Sin excluir otras ciudades y otros escritores. Me gustaría releer las primeras novelas de Carlos Fuentes para encontrarme con el Distrito Federal de aquellos años. Algo que también encuentro, por lo demás, en el Nocturno de San Ildefonso de Octavio Paz, poema de la ciudad y de la memoria. Ya ven ustedes. Balzac nació y se educó en la ciudad de Tours, en el corazón de la Francia campesina, pero después, a base de sudor y de tinta, se convirtió en el enorme novelista de la ciudad de París. No encuentro manera de traducir su célebre frase, A nous deux, Paris! A nosotros, París, a la ciudad y a su inventor literario.
El Santiago de mi adolescencia era una ciudad grisácea, neblinosa, llena de mansiones en relativo mal estado, de baldes que recogían la lluvia que se filtraba por claraboyas mal ajustadas, de conventillos donde se escuchaban peleas furiosas y donde había gatos, perros, ancianos encorvados, niños que corrían "a pata pelada". Todo esto aparecía en la literatura de González Vera, de Nicomedes Guzmán, de Juan Godoy, de Alberto Romero, de Joaquín Edwards Bello. Como los críticos de ahora se tragaron a Roberto Bolaño entero, sin reflexión previa, y se quedaron con indigestión, no saben nada de todas estas cosas. También soy lector de Bolaño, desde mucho antes de que se pusiera de moda, y hasta presenté en Barcelona uno de sus primeros libros, pero su leyenda, en lugar de abrir perspectivas, tiende a provocar el efecto contrario. Prefiero al personaje del pueblo catalán de Blanes, no al de la Universidad de Perico de los Palotes.

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