En el ocaso del verano


En una tarde de viernes
de fines del verano,
estoy sentado en el vértice de Isidora y El Bosque
contemplando las inmensas torres
que se levantan en torno a este lugar.

La actividad incesante de las grúas
anuncian que pronto desaparecerá del paisaje
el contorno de los cerros y los árboles
que pueblan el Parque Metropolitano
que se divisa como telón de fondo.

Pronto habrá, también, que levantar la vista 
hasta el cénit para poder contemplar el cielo.

Ante mi vista se despliega 
un trozo de una dinámica (¿y caótica?) metrópoli moderna,
similar a la que se podría encontrar en las grandes urbes
de cualquiera de los llamados países desarrollados.

Lo único que puedo reconocer como propio del país
es aquella noble Palma chilena (Jubaea chilensis),
la más austral del mundo en su género,
que se debe sentir un poco extraña y desarraigada
-solitaria en medio del tráfago urbano-
sin la pacífica compañía de sus grandiosas hermanas
que se yerguen en los majestuosos parajes de Ocoa o Cocalán.

Detrás del follaje de esta herbácea que parece árbol,
se asoma una bandera chilena que flamea tímidamente.

Un poco al oriente, por Isidora Goyenechea,
había una instalación artística con la siguiente leyenda:

La luz del presente es la ceniza del pasado.
Al contemplar el contraste entre estas torres recientes
y la longeva palma nativa se me ocurre que podría
dársele una vuelta de tuerca a la leyenda instalada:

La luz del pasado ilumina las sombras del presente.

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