La espalda más hermosa del mundo



por Tomás Eloy Martínez
Diario El Mercurio, Revista El Sábado, 14 de abril de 2007

Todos los objetos,
hasta los más insignificantes,
despiertan cierta resonancia
en la memoria de los hombres,
tal como lo advirtió Proust
en las primeras páginas
de En busca del tiempo perdido.

Esa resonancia se apaga a veces para siempre.

Otras veces sale de su letargo
y reaparece en el presente
con la misma fuerza que tenía en el pasado.

Sucedió a fines de marzo,
cuando caminábamos
con el novelista mexicano Carlos Fuentes
por la ciudad amurallada de Cartagena de Indias.

Ambos descubrimos al mismo tiempo
un balcón abombado de madera
y mampostería que parecía
colgar peligrosamente sobre la calle.

"Ese balcón", dijo Fuentes,
"¿no es exactamente igual
al balcón de Buenos Aires
donde toda la literatura latinoamericana
se enamoró al mismo tiempo
de las espaldas de mujer más hermosas del mundo?"

La escena de la que hablaba
volvió entonces intacta a mi memoria.

Recordé el lugar,
recordé la luz del atardecer,
la tierna brisa de noviembre
que acariciaba la ciudad.

Era la primavera de 1962.

Yo era un joven provinciano
en estado de estupor perpetuo,
que se ganaba la vida
enseñando a ratos perdidos
en la Universidad de La Plata
y escribiendo sobre cine
en una revista semanal
que acababa de aparecer
y que en poco tiempo
se volvería célebre: Primera Plana.

Fuentes acababa de llegar
de un Congreso de Intelectuales
organizado por la Universidad de Concepción, en Chile.

Era ya el autor de tres novelas
que los jóvenes leíamos con avidez:
La región más transparente,
Las buenas conciencias
y La muerte de Artemio Cruz.

No recuerdo quién nos había reunido en aquel balcón.

Fuentes supone que era la pintora Lea Lublin,
argentina que vivía en París
y era amiga cercana de Julio Cortázar.

Yo, en cambio, creo que fue José Bianco,
ex jefe de redacción de Sur,
que se había desvinculado de la revista
después de un desaire que le hicieron
por viajar a La Habana, en 1961.

Sea como fuere,
ambos estaban en el balcón aquella tarde,
junto a Augusto Roa Bastos y a Ernesto Sábato,
que el año anterior había publicado Sobre héroes y tumbas.

Serían las siete, tal vez las ocho de la tarde.
El crepúsculo tardaba en volverse noche.

Fue entonces cuando vimos pasar,
bajo esa luz imprecisa, a la mujer
con las espaldas más hermosas del mundo.

Fuentes recuerda aquel instante exactamente como yo.

Las espaldas aparecieron de la nada
y casi de inmediato se alejaron,
sin que pudiéramos ver la cara de la mujer.

Tenía un pelo largo, fino y melodioso como la lluvia,
que se plegaba y desplegaba al compás de sus movimientos,
como el telón de un teatro prodigioso.

Las espaldas, que el vestido dejaba al descubierto,
eran menos fáciles de describir:
sensuales, cálidas, inolvidables
como tal vez son las praderas del paraíso.

Bianco reveló entonces su nombre :
"Es Laura, la viuda de ... ",
dijo, y a continuación enunció
un apellido que no supimos retener.

"Es famosa por su belleza.

Más de una vez las revistas de modas de París
han enviado corresponsales para tomarle fotos,
pero ella siempre se ha negado".

Todos sentimos unos deseos irreprimibles de verla
y quizá la hubiéramos perseguido
por aquellos salones espaciosos
si Lea, que la conocía bien, no nos hubiera dicho:

"Se ha encerrado en su cuarto.
Todas las tardes tiene un ataque de pena.
Nunca vuelve mientras que no se le pasa la melancolía".

La conversación, desde entonces,
no tuvo otro propósito que matar el tiempo,
mientras esperábamos que la mujer reapareciera.

Cuando Sábato dejó de hablar,
Fuentes expuso un proyecto
que se volvería legendario:
el de una novela colectiva
sobre dictadores latinoamericanos,
cuyo irónico título debía ser
Los padres de la patria.

Fue la primera vez
que le oí enunciar esa idea,
y ahora, 45 años después,
no recuerda si era algo
en lo que ya había pensado antes
o si fue una idea encendida
por el irreprimible deseo de ver otra vez
la espalda más hermosa del mundo.

Desde esa tarde de noviembre de 1962,
Fuentes no cesó de reclutar adictos
para su ambicioso proyecto de novela colectiva.

A un desconocido novelista colombiano
que se llamaba Gabriel García Márquez
le hizo jurar que escribiría un capítulo
sobre el tenebroso y casi eterno Juan Vicente Gómez.

El propio Fuentes hablaba del larguísimo texto
que pensaba dedicar al dictador
Antonio López de Santa Anna,
héroe de Tampico y de El Alamo,
quien enterró con increíble pompa, en 1838,
la pierna que había perdido
mientras disparaba sus cañones en Veracruz.

Aquella tarde, sin embargo,
todos esos sueños estaban desdibujados
por el recuerdo de la espalda maravillosa.

Se hizo de noche, la brisa se volvió húmeda,
y ya habíamos perdido las esperanzas
de volver a verla cuando reapareció,
como un milagro, en la puerta de entrada.

Una vez más, nos escamoteó la cara.

Desdeñosa, se retiró de la fiesta,
llevada de la cintura
por un personaje apremiante,
al que no pudimos reconocer.

Vimos su pelo de lluvia,
las nubes tiernas de su nuca,
el perfil huidizo y perdido para siempre.

Las leyes del azar dispusieron
que nos acordáramos de aquella historia
el día antes de que Fuentes
rindiera tributo al colombiano desconocido
que hace cuarenta años
escribió Cien años de soledad
y que tardaría ocho más en publicar
El otoño del patriarca, en la que alienta la sombra
–ya que no la historia–
del dictador venezolano Juan Vicente Gómez.

Quizá la mujer de espaldas maravillosas
estaba en el auditorio
del centro de convenciones de Cartagena de Indias,
donde el rey de España, seis presidentes
y ex presidentes de Colombia se congregaron
junto a cien académicos de la lengua española
y a un millar de personas para celebrar
la obra de García Márquez.

Quizá dijo adiós con la mano y no lo advertimos.

La historia de los hombres se escribe
con esos fragmentos sin importancia.

Siempre hay un instante de la vida
en el que volvemos a ser lo que fuimos
o en el que somos, misteriosamente,
lo que nunca pudimos ser.

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