Los museos de la memoria

Los museos de la memoria
por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 25 de Noviembre de 2011  
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/11/25/los-museos-de-la-memoria.asp
Los museos pueden ser memoria conservada, cultivada, puesta en orden, accesible a la gente. Ustedes preguntarán para qué sirve conservar y cultivar la memoria. Pues bien, no sirve para nada y sirve para todo. La memoria histórica nos hace existir. Recuerdo ahora la sala de Jorge Luis Borges en la biblioteca de un barrio de Buenos Aires. Buenos Aires tiene fantasmas de toda clase y a nosotros, en cambio, nos hacen mucha falta. Me acuerdo de un libro que se llamaba Fantasmas necesarios . El título, por lo menos, era de buena calidad. Lo que ocurre es que Buenos Aires cultiva sus fantasmas con más fantasía que nosotros, sin nuestros excesos aburridos de racionalidad. Uno se imagina a Borges en su refugio de barrio, junto a estanterías, leyendo, escribiendo notas, inventando ramas de la literatura fantástica, como le gustaba decir. Dedico algunas horas, en París, con un par de gente amiga, a visitar el Museo Carnavalet. Es el museo de la ciudad; de una ciudad, desde luego, rica en historia. 
Quizá la más rica en historia de todo este planeta. Pero también interviene aquí la imaginación. Sin una fuerte memoria histórica y sin ayuda de la imaginación, la ciudad, con toda su riqueza, todo su pasado, su decorado, su drama, no sería la misma. Contemplo, en las salas del comienzo, a la luz de vitrales de colores opacos, cuadros de procesiones renacentistas. Los miembros de la Liga Católica, fanatizados durante las guerras de religión, desfilan por el centro de la ciudad con picotas, espadas, arcabuces. Algunos frailes disparan hacia el frente bocanadas de fuego. Algunos espectadores, desde veredas y balcones, contemplan la extraña procesión con expresiones enigmáticas, no se sabe si de aprobación, de indiferencia, de rechazo disimulado. Debe de haber más de un hugonote silencioso, furibundo, entre ese público, entre los señores de bonete y las señoras cubiertas por velos. En un rincón de la sala en penumbra se erige un retrato de Enrique III, el último Valois, pálido, serio, de vestimenta y sombrero negro, de mirada oblicua. 
Contempla el final de un reinado, de una dinastía, de una época. En la sala siguiente se exhiben los restos de una estatua de Enrique IV destruida por las multitudes revolucionarias. Sólo queda un pedazo de pierna y de bota, un brazo robusto, una pata de caballo. En el lugar, en una saliente del Puente Nuevo, se levanta ahora otra estatua: la del mismo rey, primer Borbón, la del personaje conocido por el pueblo de París como el "Verde Galante", la del inventor del pollo a la cacerola, asesinado por un fanático en una callejuela de los mercados centrales. Ese mismo pueblo cariñoso, bonachón, que gustaba de ver pasar al monarca airoso, bien trajeado, se levantó más tarde, cuando habían empezado a escucharse los redobles de tambores de la guillotina, y cometió un acto de regicidio en imagen. Es una lección perfectamente vigente. Si se rompen los equilibrios, los consensos, equivalentes a pactos sociales, conviene poner las barbas en remojo. No sé si hemos llegado a esos extremos. Más bien conservo el optimismo, contra viento y marea.
Llegamos a las secciones más modernas, a los tiempos de nuestros abuelos y hasta de nuestros padres, y los estímulos para la memoria son más fuertes. Veo las galerías de Baltard, las del mercado principal, que alcancé a conocer en mi primer viaje a la ciudad. Son escenarios de la novela que Emilio Zola llamó El vientre de París . Las grandes trasnochadas, las farras de los tiempos de Carlos Gardel, de la Mistinguette, de Cléo de Merode, que fue amiga de don Matías Errázuriz, terminaban en las tabernas de los costados, en Le pied de cochon , que todavía existe, en un célebre restaurante de guatitas a la manera de Caén, en el chino más antiguo de París, Chez Vong . En las alturas de las partes finales del Carnavalet diviso un cuadro de grupo donde dos escritores diplomáticos, ambos de notable talento, Jean Giraudoux y Paul Morand, juegan al bridge con amigos. 
En otro lado, elegantísima, pensativa, de mitones de piel y largo abrigo, la poeta Ana de Noailles medita junto a una laguna. Y llegamos, al fin, a un espacio sagrado: la habitación fúnebre de Marcel Proust. Me sorprenden algunos detalles. En el sitio principal, frente a nosotros, se levanta una fotografía del padre, el Doctor Proust, personaje severo, corpulento, con quien el novelista se entendía mal. Parece una indicación de que el padre, en última instancia, frente al hijo debilucho, imaginativo, caprichoso, ganó la batalla. Las cortinas del dormitorio, los manteles que cubren un par de mesas, son de colores azules intensos y de bordes dorados. No pensaba que Proust pudiera escoger estas decoraciones, y una de las leyendas explicativas dice que Anna de Noailles influía en estos detalles. Puede que sí, pero de todos modos me quedo un poco perplejo. A Proust, de acuerdo con las opiniones más corrientes, le gustaban los colores apastelados, así como la música pastosa de Gabriel Fauré, de César Franck, de Chabrier. Pero hay que desconfiar siempre de la opinión general. El autor de La búsqueda del tiempo perdido era capaz de dejarse influir por una feminista precursora, apasionada, de temperamento vivo, aficionada a los colores imperiales. De la cámara mortuoria de Marcel Proust, donde sólo falta el manuscrito de su novela monumental, que sobrepasaba, según los cronistas, la altura del velador, pasamos a la de Paul Léautaud, cuya sordidez nos abruma: una silla de paja con el entramado roto, una bacinica saltada, un nido para el gato, sin el gato, un retrato de un viejo deforme, cascarrabias. No me dan ganas, en este momento, de abrir un libro del irascible Léautaud. 
Prefiero una página galante de Paul Morand, o un episodio -divisado en el Municipal de hace medio siglo-, de La loca de Chaillot interpretada por Ana González, a quien conocíamos como La Desideria.

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