por Héctor Soto, Diario La Tercera, 07 de octubre, 2011
Es por películas como Volver al futuro que el cine todavía es un fenómeno cultural capaz de calificar en la vida y en el imaginario de la gente.
Aunque el año 85 a los tontos graves no se nos hubiese pasado por la mente que Volver al futuro era una película de la cual íbamos a estar hablando 25 años después, el regreso de la cinta no es sólo un tributo a la nostalgia de las generaciones que sintieron haber crecido moralmente con la historia de Marty y el Doc. Como las cosas en el cine contemporáneo no han ido muy bien, hay que reconocer que la realización de Robert Zemeckis introduce aire fresco a la cartelera actual. Es por de pronto una película que tiene delirio, provocación y energía, tres insumos de los cuales en los últimos años hemos andado más bien escasos.
Todo hay que reconocerlo: es por películas como estas -bastante más que por los títulos consagrados en los festivales de Rotterdam o en las catacumbas del gusto cinéfilo más exigente- que el cine todavía es un fenómeno cultural capaz de calificar en la vida y en el imaginario de la gente. Es por películas como esta que el cine conserva algún magisterio y las salas de proyección a veces huelen a testosterona. Son estas las realizaciones que le dan al cine una fuerza todavía salvaje, una bravura que lo induce a hincar sus colmillos en donde importa o donde duele. Al final de los finales, son estas las experiencias donde la industria logra establecer con algunos públicos una conexión directa y a la vena con la vida.
Volver al futuro es una película que habla del tiempo. Lo hace, claro, sin la densidad dramática de Bergman en Fresas salvajes, donde el anciano protagonista revisaba las plenitudes y miserias de su vida mientras se dirigía a la Universidad de Upsala a recibir un reconocimiento académico, y sin la perplejidad ontológica de Qué hora es, la notable realización donde Tsia Ming Liang cuenta una historia de amor que fue y que no fue entre un joven que vende relojes en Taipei y una chica que se está yendo a París y a la cual él termina pasándole un reloj que da la hora de las dos ciudades. No, la perspectiva de Volver al futuro es -por decirlo así- más terrenal y rupestre. Esta cinta es una comedia de ciencia ficción en la cual un joven que anda en skater termina trasladado accidentalmente a 1955, por culpa de la máquina del tiempo que ha inventado un viejo loco, donde tendrá que enfrentar la no muy grata experiencia de tener que relacionarse con sus propios padres, obviamente antes que ellos se casaran y que lo concibieran.
Pueden ser preguntas disparadas, pero Volver al futuro tiene el coraje -oh Freud- de plantearlas. ¿Cómo nos hubieran caído nuestros padres si hubiésemos sido coetáneos suyos? ¿Qué coherencia hay entre la vida que ellos llevaron en su juventud y la que acuñaron después ante sus hijos, cuando estaban formando una familia? Lo que no es tan disparado es comprobar que el tiempo no sólo nos proyecta sino que también nos cambia. Somos no lo que queramos sino lo que buenamente podemos ser. El protagonista de Volver al futuro se pega un salto de 30 años y con lo que se topa es con el momento en que Estados Unidos está perdiendo la inocencia, con la coyuntura histórica del nacimiento de la cultura juvenil gringa -de la cual la música, el protagonista, los skaters y esta misma película van a ser subproductos- y con las consabidas duplicidades de todo proceso histórico. La cinta comprueba con cierta sensatez que ni los 50 fueron tan cándidos como pretendía Hollywood -y como presume la madre del protagonista- ni los años de Reagan tan monolíticos como a menudo quisiéramos creer.
Algún día debiera hacerse un estudio acerca de qué es lo que tienen las películas que el tiempo termina haciendo más adictivas. Se trata de un terreno movedizo por la enorme cantidad de subjetividades en juego. Volver al futuro es de esos raros títulos que prendaron por igual a chicos de 10 años y a jóvenes de 20. Si negoció con ellos y con otros públicos es porque desplegó una fantasía que es muy poderosa. Claro, todo habría sido distinto si hubiéramos podido evitar casualidades o desviaciones que fueron a lo mejor anecdóticas en un instante y terminaron haciendo la diferencia entre ganadores y perdedores después. Hubo momentos -dice Zemeckis- en que se decidió todo. Su película viaja hasta allá. Y -lo mejor- entrega a su público el derecho a corregir.
La cinta viaja al delirio al preguntarse si habríamos sido amigos de nuestros padres en caso de ser coetáneos suyos. Menos delirante resulta su comprobación de los cambios que nos va imponiendo el tiempo.
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