(R)evolución



Para entender las causas de las movilizaciones sociales en distintas partes del mundo no basta con mirar la historia de los últimos años o décadas, ni siquiera de los últimos siglos. Para el sicólogo evolucionista Robin Dunbar, hay que estudiar nuestros millones de años de evolución, pero sobre todo mirar nuestra condición de simios.
Se cansaron de ser abusados. Se cansaron de la injusticia, de ser siempre los que pagan los costos mientras otros se llevan los beneficios. Por eso decidieron rebelarse. Se pusieron a la zaga de un líder carismático e iluminado y juntaron toda su rabia para decir: ¡ya basta!
Salen de su inercia y comienza la revolución.
Es el argumento de El Planeta de los Simios (R)Evolución, aunque parezca la vida real. Y no es rara la coincidencia: somos primates idénticos a los grandes simios en un 90% de nuestro material genético. Y la rebelión se nos da por naturaleza.
Así lo piensa el sicólogo y biólogo evolucionista Robin Dunbar, profesor de la Escuela de Antropología de la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Acaba de pasar por Chile (para hablar en el Centro de Estudios Públicos, invitado por la Fundación Ciencia y Evolución) y fue testigo de las movilizaciones estudiantiles, de la misma forma que ha observado, a través de los medios, los levantamientos en los países árabes, los indignados de España y Estados Unidos y, más directamente, los enfrentamientos y saqueos en las principales ciudades inglesas.
Dunbar se ha especializado en la evolución de la sociabilidad. Comenzó observando primates en África (especialmente babuinos, o sea, monos de poto colorado). Siguió con los ungulados (mamíferos con pezuñas), sobre todo una especie de antílope llamada "klipspringer", que le resultó de interés por su poco común tendencia a la monogamia. El que se puede considerar su aporte más reciente lleva su propio apellido: el "número de Dunbar", la determinación de la cantidad de relaciones de amistad que pueden tener los seres humanos, que él fijó en 150.
El número no es aleatorio. Tampoco es tan exacto: nuestras amistades pueden variar entre 130 y 180, pero nunca llegan a más que eso. ¿Qué lo define? Nuestra capacidad cerebral. Dunbar explica que hace unos cuatro millones de años atrás nuestro cerebro comenzó a crecer de una manera desproporcionada.
"La historia de la humanidad demuestra que estamos dispuestos a aceptar un cierto nivel de aprovechamiento, pero cuando sentimos que ha ido demasiado lejos, la gente dice basta, como ha ocurrido en la primavera árabe, y en los levantamientos estudiantiles en Gran Bretaña y Chile", explica Dunbar.
Éramos casi iguales a cualquier otro primate, aunque ya caminábamos en dos patas, por lo que nuestra pelvis se había estrechado. Nos pusimos cabezones, tanto, que las crías apenas pasaban por el canal vaginal. Así que nuestras hembras comenzaron a parir antes, con crías todavía inmaduras, después de embarazos de apenas 9 meses. Dice Dunbar que el embarazo humano debiera durar unos 21 meses, para asegurar que las crías nazcan maduras. Finalmente, tenemos hijos que nacen prematuros por lo cabezones, y se demoran un año en tener el mismo nivel de desarrollo que un chimpancé al nacer.
Pero poseer una gran cabeza tiene sus beneficios: desarrollar el lenguaje, el pensamiento abstracto, la civilización y todo lo que vino después. La comprensión de este proceso es fundamental para los evolucionistas: ¿por qué el ser humano, entre todos los primates, pudo desarrollarse como lo ha hecho? Robin Dunbar, de hecho, es codirector del proyecto "Lucy to Language: the Archaeology of the Social Brain", un intento multidisciplinario de la British Academy para entender el derrotero que nos hizo despegarnos de los monos (con todo respeto), para en definitiva desembocar en la locura que han sido estos últimos diez mil años.
También este cerebro nos permite tener 150 amigos. Y así ha sido hasta ahora: con la mitad de la población viviendo en ciudades con millones y millones. "Y no estamos diseñados para eso. Es muy estresante y, como está lleno de extraños, se genera el ambiente perfecto para los aprovechadores", explica Dunbar.
Nuestras sociedades, tal como las agrupaciones de nuestros antepasados, se construyen a partir de un contrato social implícito: cada miembro sacrifica parte de su autonomía para recibir los beneficios del grupo. "Esto está muy enraizado en nuestra biología. El contrato social no nace con la civilización, es anterior, dice.
El problema con estos contratos sociales es que es muy tentador el engaño. "Violando el contrato se reciben los beneficios sin pagar los costos, lo que nos da una cierta ventaja sobre el resto", dice Dunbar. "En gran escala tenemos este problema en la sociedad: la disyuntiva entre los beneficios de largo plazo que obtenemos como comunidad cooperando unos con otros, y los beneficios de corto plazo que obtengo como individuo al violar el sistema y obtener ventaja sobre los otros. Si esto se hace muy común, se rompe el contrato social y hay un colapso social".
Es lo que estaríamos observando por estos días, según el profesor, sobre todo por la desigualdad que las sociedades modernas han ido produciendo: "Hemos desarrollado distintas estrategias para evitar que los aprovechadores engañen el sistema, y una de ellas es el equilibrio entre ricos y pobres: cómo los recursos son repartidos entre nosotros. La historia de la humanidad demuestra que estamos dispuestos a aceptar un cierto nivel de aprovechamiento, pero cuando sentimos que se ha ido demasiado lejos, la gente dice 'ya basta'... Eso hemos visto en la primavera árabe y es lo que ha existido en los levantamientos estudiantiles en Gran Bretaña y también acá en Chile: no hay un trato justo, el equilibrio está roto".
Pero la tensión no es coyuntural, sino que es mucho más de fondo, advierte. Tal como en tantas otras manifestaciones de nuestras vidas, es imposible que 5 mil años de civilización logren cambiar los millones de años de evolución que llevamos a cuestas. Dunbar insiste en las contradicciones a las que estamos expuestos: dice que vivimos en ciudades gigantescas, pero por condiciones de nuestro cerebro (desarrollado a través de millones de años) nuestra experiencia directa se da con un grupo pequeño, de unos 150 individuos. "Nos relacionamos básicamente con familiares y amigos, y el resto de las personas son para nosotros perfectos extraños, con quienes no tenemos obligaciones". Por eso la tensión no se resuelve.
"Vivimos en un mundo que va contra nuestra naturaleza", sentencia Dunbar y agrega: "Descifrar esa naturaleza desde una perspectiva sicológica nos permitiría solucionar el conflicto que sentimos en la actualidad: vivir en una comunidad gigantesca cuando tenemos la capacidad de relacionarnos con apenas un pequeño grupo de personas".
A través de la historia (y según algunos a partir de un verdadero "instinto"), el ser humano ha acudido a la religión para mantener la cohesión del grupo. "Es la manera en que se ha logrado preservar la ética de la comunidad, asegurando la cooperación entre sus integrantes. Las grandes religiones tienen sentido porque tratan de resolver justamente ese problema al hacer que cada persona trate a los demás como si fueran parte de su familia", explica Dunbar. Y se refiere al hinduismo, al judaísmo, al cristianismo, al islam, a todas las grandes religiones. "En las religiones chamánicas, de pequeña escala, todos en la comunidad logran sentido de pertenencia a partir de un proyecto, algo que las grandes religiones tratan de imitar: plantearnos un gran proyecto al que todos suscribamos. Por eso se dice que Dios es nuestro padre y todos somos hermanos y hermanas", asegura.
Según el sicólogo, esto está enraizado en nuestra evolución: "Cuando tienes sociedades de no más de 150 individuos, tienes un líder carismático que le da sentido de pertenencia a la comunidad, y sus miembros pueden aceptar el costo que significa vivir con otros. Algunas sociedades tradicionales que no tienen líderes carismáticos usan bailes rituales que los hacen entrar en trance y producen irrupciones de endorfinas que los hace sentirse bien y parte de la comunidad nuevamente. Esto se ve permanentemente en nuestra historia: líderes, reyes, políticos usando mecanismos para mantener a la comunidad unida: el circo romano, declarar la guerra al enemigo... el populismo que se ve hoy".
Para Dunbar, el éxito de la primavera árabe se funda en esta misma noción religiosa (y no en el uso de las redes sociales, que sirven más bien para la coordinación): "Tienes gente en distintos países que se sienten hermanos y hermanas entre ellos por sólo pertenecer a la misma religión, y eso los hace sentirse parte de la misma familia".
¿Pero qué pasa en el mundo occidental de hoy, sacralizado y poblado por individuos que sólo se relacionan de manera comprometida y cooperativa con otros 150 individuos? "El problema con la vida que se da en las grandes ciudades es encontrar un proyecto que nos una de esa manera", advierte Dunbar. Dice que en la raíz de nuestra sicología está la esperanza de que las cosas sean mejores. Por eso tendemos a creer mucho antes que a entender. "Las religiones nacen porque algún individuo carismático dice 'tengo la solución, tuve una iluminación'... En política funciona de la misma forma. Y a lo que apelan es a nuestra esperanza", explica. "Cuando la gente cree algo, aunque no tenga sentido, se comprometerá con ese algo, lo hará suyo. El ejemplo contemporáneo más reciente es el movimiento ambiental: una idea a la que muchos adhieren y los hace movilizarse". Asiente cuando se le nombra el movimiento estudiantil de estas latitudes: "Muchos movimientos políticos parten como representantes de un interés particular (mejores escuelas, educación más barata). Su mensaje en general es muy simple, poco racional, mucho más emocional: algo en lo que podamos creer", sentencia.

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