• El Santo Grial del Equilibrio
John Ralston Saul
Prólogo del Diccionario del que Duda
Un diccionario de agresivo sentido común
[Título original: The Doubster's Companion
A Dictionary of Aggressive Common Sense]
Ediciones Granica S.A. (México D.F., 2000).
Nuestra civilización
no puede hacer aquello
que los individuos no pueden decir.
Y los individuos no pueden decir
aquello que no pueden pensar.
El pensamiento sólo puede avanzar con la rapidez
con que se logre formular lo desconocido
a través de un lenguaje consciente y organizado,
una limitación al parecer contraproducente.
Los diccionarios y enciclopedias, pues,
gozan de un poder inmenso.
¿Pero qué clase de poder?
Su sola posibilidad invita
al uso positivo o negativo.
Un diccionario puede ser
una fuerza liberadora,
pero también de control.
En la perspectiva humanista,
el alfabeto puede ser una herramienta
para examinar la sociedad,
y el diccionario una serie de preguntas,
una indagación del sentido,
un arma contra el saber heredado
y por tanto contra las premisas
del saber constituido.
En otras palabras,
el diccionario ofrece
un enfoque socrático organizado.
El método racional es diferente.
El diccionario se transforma abruptamente
en dispensario de la verdad, es decir,
en un instrumento que limita
el sentido al definir el lenguaje.
Esta Biblia se convierte en una herramienta
para controlar las comunicaciones
porque dirige el pensamiento de la gente.
En otras palabras, se convierte
en la voz de la elite platónica.
Humanismo contra definición.
Equilibrio contra estructura.
Duda contra ideología.
El lenguaje como medio de comunicación
contra el lenguaje como herramienta
para promover intereses sectoriales.
Quizás este poder
de las palabras y oraciones
sea exclusivo de Occidente.
Otras civilizaciones se impulsan
más por la imagen o la metafísica.
Ello las induce a considerar secundarias
la relación entre lo oral y lo escrito.
Pero en Occidente,
casi todo lo que necesitamos saber
sobre el estado de nuestra sociedad
se puede extraer del poder relativo
del lenguaje oral frente al lenguaje escrito.
Cuanto más inepta la escritura,
más probable que el lenguaje
tenga un aire plúmbeo y previsible,
justificado por una oscura escolástica.
Entonces cae fácilmente al servicio
de la ideología y de la superstición.
En sociedades como éstas
-como la nuestra-
la definición se convierte
en un intento de cerrar puertas
por medio de respuestas
que silencian las preguntas.
En cuanto al lenguaje oral,
es periódicamente desencadenado
como la única fuerza capaz
de liberar la sociedad
de los efectos sofocantes
de lo escrito y lo ideológico.
Como una ráfaga de viento,
abre las ventanas cerradas de la escolástica,
disipa el polvo del saber heredado
y, por citar la frase de Stephane Mallarmé,
da un sentido más puro al lenguaje de la tribu.
En esos períodos, los diccionarios y enciclopedias
cobran fuerza como herramientas críticas agresivas
que abrazan la duda y la reflexión.
La dicotomía entre lo humanista y lo racional es sencilla.
¿Cómo pueden los ciudadanos entablar un debate público
si los conceptos que definen nuestra sociedad
y decide el modo en que somos gobernados
no están abiertos a la comprensión ni a la objeción?
Si esto resulta imposible o engorroso, la sociedad se estanca.
Si esta inmovilidad se prolonga, los resultados son catastróficos.
Para la ciudadanía,
la salida es siempre la misma.
Su lenguaje -nuestro lenguaje-
debe ser rescatado de las estructuras
del saber y la pericia convencionales.
Las poblaciones saben por experiencia
que ese cambio sólo se puede producir
por lo que al principio parecen
declaraciones ofensivas, provocaciones
y una terca negativa a aceptar
las llanas, calmas y controladoras
fórmulas del saber convencional.
Las ideologías del siglo veinte
prosperaron mediante la explotación
de supersticiones modernas,
siempre justificadas por definiciones
refinadas y divorciadas de la realidad.
Aun el más horrendo de los actos supersticiosos,
el Holocausto, fue producto de décadas
de justificaciones escritas e intelectuales;
al permitir pasivamente que estos argumentos
se sostuvieran, el resto de la sociedad
no logró destruirlos en cuanto opción expresiva.
Nuestras ideologías actuales
giran en torno al determinismo económico.
Usan los argumentos de los expertos
para presentar toda forma de injusticia
como algo inevitable.
Esta infección de la ciudadanía
con pasividad es, en definitiva,
lo que antes llamábamos superstición.
Nos sentimos obligados
a aceptar como inevitable
aquello que se define como cierto.
El conocimiento, que según creíamos
nos liberaría, se ha convertido
en instrumento para encarcelarnos.
¿Cómo puede un diccionario hacer
otra cosa que atacar esa mistificación?
Erasmo fue quizás el primero
que trató de destruir
el sistema escolástico moderno
al cuestionar el poder
de las verdades escritas.
Con Adagio (1508, una compilación
de mil proverbios de autores clásicos)
y Elogio a la locura (1509,
una sátira a la escolástica),
atacó con las armas
de la enumeración y de la comedia.
Su objetivo manifiesto
era redescubrir la sencillez
del cristianismo primitivo,
pero también estaba buscando
el equilibrio humanista.
Las guerras religiosas
-con un rugido de odio y violencia
presentado con diestros argumentos-
pareció opacar su mensaje.
Pero Erasmo había enviado
una señal duradera.
Se había declarado a favor
del enfoque oral del lenguaje,
la comunicación y la comprensión.
Así el intelectual más eminente de Europa
rechazó ideologías viejas y nuevas.
No obstante,
el siguiente gran paso
contradijo a Erasmo.
Siguió el aciago rumbo
de los nuevos poderes,
racionales y nacionales,
desencadenados en tiempos
de las guerras de religión.
El cardenal Richelieu contrató
a Claude Favre de Vangelas
para organizar el primer diccionario
de la Académie Française
(1694, Dictionnaire de la langue française).
Favre consideraba que «el uso elevado»
era «el legislador adecuado del lenguaje». [1]
Quería establecer
una «nueva modalidad elevada»
para reemplazar el latín.
Su objetivo era crear
un diccionario de autoridades absolutas
y así fijar el francés en su sitio,
como una mariposa exótica
clavada en un exhibidor,
en un alto nivel de retórica
políticamente correcta.
Al parecer no tuvo en cuenta la máxima
del canciller François Olivier:
«Cuanto más alto trepa el mono,
más se le ve el trasero». [2]
Lo cierto es que
cada vez que el francés
alcanzó su grandeza natural
en los últimos tres siglos,
lo hizo rechazando "el uso elevado"
para favorecer un lenguaje claro y flexible
inspirado por un estallido de genio oral.
En todo caso,
la gran purificación humanista
estaba por comenzar.
En 1728 Ephrin Chambers
publicó los dos volúmenes de su Cyclopaedia
or an Universal Dictionary of Arts and Sciences.
Sus pretensiones eran modestas:
brindar «una explicación de los términos
y una descripción de las cosas allí significadas».
Explicación y descripción.
No pretendía definir la verdad.
Samuel Johnson comenzó
con la intención de imitar a Favre de Vangelas.
Por naturaleza creía que
«todo cambio es malo en sí mismo».
Pero en 1755, cuando se publicó su diccionario,
había comprendido que o bien el lenguaje
poseía una vitalidad incontrolable,
o bien moría en las garras del control.
'Se han constituido academias
para custodiar los caminos del [...] lenguaje,
para capturar a los fugitivos
y rechazar a los intrusos;
pero su vigilancia y actividad han sido vanas;
los sonidos son demasiado volátiles y sutiles
para tolerar restricciones legales;
encadenar sílabas, y sujetar el viento,
son asimismo las empresas de la soberbia,
reacia a poner sus deseos a la altura de sus fuerzas'. [3]
Luego vino la gran innovación.
Los diecisiete volúmenes de la Encyclopédie
de Denis Diderot se publicaron entre 1751 y 1766. [4]
Por primera vez,
un análisis alfabético de la civilización
no miraba hacia atrás sino hacia adelante,
a través de ideas sociales innovadoras. [5]
Era una herramienta de cambio
y en consecuencia su publicación estuvo
jalonada de arrestos y actos de censura.
El Dictionnaire Philosophique de Voltaire,
que apareció en diversas formas en la misma época,
estaba destinado aún más conscientemente
a ser un arma flexible y portátil
para una guerra de guerrillas lingüística. [6]
A principios del siglo veinte, la enciclopedia Larousse
describía la de Diderot como un instrumento de guerra.
¿Por qué guerra? ¿Y contra qué?
Contra un lenguaje que no estaba
al servicio de la civilización.
Un lenguaje que no comunicaba.
El ataque encabezado por Voltaire y Diderot
demostraba que la enorme y elegante bestia
de la sociedad dieciochesca era un animal
enfermo, excesivamente emperifollado.
Los últimos pasos de esta apertura
de la comunicación y del pensamiento
llegaron con la Encyclopaedia Britannica (1768-71)
y el diccionario en dos volúmenes de Noah Webster (1828). [7]
Luego comenzó el proceso de asentamiento,
que fue rápidamente sucedido por una manía
de volúmenes masivos llenos de definiciones
secas y sectarias, volcadas hacia el pasado.
Eran la imagen de una civilización triunfal y autocomplaciente.
Flaubert se burló de esto en su pequeño
Dictionnaire des Idées Reçues (1880), [8]
y Ambrose Bierce en su The Devil's Dictionary (1911). [9]
Pero espoleaban un animal inmóvil
y cada vez más inconsciente,
que dormitaba en cómoda autocomplacencia.
En el siglo veinte, las herramientas
que en el siglo dieciocho estaban
al servicio del debate y del cambio
se han convertido en monumentos
escolásticos a la verdad.
Como los diccionarios ahora
no sólo definen el sentido
sino que deciden la existencia
de las palabras, la gente discute
cuáles deberían incluirse.
Y no abren el Oxford o el Webster
para plantearse un desafío
sino en busca de la tranquilidad.
Hoy nuestra civilización no dormita
en inconsciente autocomplacencia.
Se parece más al animal herido
y confundido del siglo dieciocho.
De nuevo somos prisioneros
de la retórica escolástica,
que ha bloqueado
las comunicaciones públicas
al dividir nuestro lenguaje
en miles de dialectos para especialistas.
El resultado es la desaparición
de casi todo lenguaje público
que pudiera tener un impacto real
en las estructuras y en las acciones.
En cambio tenemos el espejismo
de comunicaciones orales ilimitadas
que son, en la práctica,
un silencio vasto y murmurante.
Nuestras elites
interpretan la situación
como una confirmación
de que son indispensables.
La ciudadanía, por su parte,
parece haber cobrado distancia
respecto de la estructura existente
y sus lenguajes.
Reacciona con una especie
de muda indiferencia
ante las oleadas de verdad
con que la bañan los expertos.
Un observador distante
podría interpretarlo
como las primeras etapas
de un rito de purificación.
A menudo los humanos
encaran el cambio
bajo un velo de indiferencia.
Dada nuestra historia,
debería ser posible
descifrar nuestra intención.
Estamos tratando de pensar el modo
de escaparnos de nuestra cárcel lingüística.
Ello significa que debemos crear
un nuevo lenguaje y nuevas interpretaciones,
lo cual sólo puede lograrse restableciendo
el equilibrio entre lo oral y lo escrito.
En esta situación, los diccionarios
deberían llenarnos nuevamente
de dudas, interrogantes y reflexiones.
Entonces podrán utilizarse
como herramientas prácticas de cambio.
_________________
Notas
[1] Tom McArthur, Worlds of Reference
(Cambridge University Press, 1986), 94.
[2] Citado en Michel de Montaigne, Essais, Volume II, 1588, capítulo 17.
"De la praesumption": "Plus haut monte le singe, plus il montre son cul".
[3] Samuel Johnson, A Dictionary of the English Language (1755; facsímil, Londres:
Time Books Ltd., 1983). Introducción. La edición original de Johnson
no tenía números de páginas.
[4] Denis Diderot, L'Encyclopédie, un dictionnaire raisonné des sciences,
des arts, des métiers, comp. Alain Pons (París: Flammarion, 1986).
[5] McArthur, Worlds of Reference, 105.
[6] La edición de ocho volúmenes que se cita en este libro es:
Voltaire, Dictionnaire Philosophique (París: Libraire de Fortic, 1826).
[7] Noah Webster, An American Dictionary of the English Language
(Nueva York: Johnson Reprint Corporation, 1970).
Esta es una reedición del diccionario original, publicado en 1828.
[8] Publicado póstumamente en 1911.
[9] Originalmente publicado como The Cynic's World Book en 1906.
Los científicos saben muy bien
ResponderEliminarque su trabajo no es aburrido ni objetivo.
De lo contrario, realizarían muy pocos descubrimientos.
Sin embargo la comunidad científica
habla de su trabajo de manera distante y desinteresada.
Presentar un perfil estimulante sería poco profesional.
Cualquier exceso de emoción
sugeriría falta de neutralidad
y en consecuencia una tendencia
a interpretar a su gusto los datos
en lugar de transmitir lo que ven.
Por tanto, la objetividad científica
debe parecer aburrida.
Las ciencias sociales,
siendo falsamente empíricas,
están triplemente obsesionadas
por la obligación de presentarse
como interpretaciones objetivas
de la realidad observada.
Como no necesitan recurrir
a los recursos más rigurosos
de la indagación científica,
los científicos sociales son libres
de ser más categóricos
en lo concerniente a la verdad,
la realidad y lo que llaman hechos.
En consecuencia, procuran
ser más aburridos que los científicos.
________________________________
Extractado del Diccionario del que Duda
de John Ralston Saul
Ediciones Granica (Barcelona, 2000)