La realidad casi nunca es unívoca...‏


La épica del desarraigo

por Héctor Soto

Diario La Tercera, 09 de septiembre del 2011
Lo mejor de Ulises, la cinta de Oscar Godoy ganadora de la competencia nacional del reciente Sanfic 7, es su aversión a los lugares comunes del pintoresquismo. Esta es la historia muy poco efusiva y muy poco heroica de un inmigrante peruano que trata de abrirse paso en una ciudad, Santiago, más bien nocturna y poco hospitalaria. Julio es un personaje insondable, de muy pocas palabras, hospedado transitoriamente en la casa de una familia peruana ya más instalada en Chile, que está trabajando como barredor en un centro comercial y que encontrará después su oportunidad en un matadero, en una pega de feroz crudeza que la película describe sin maquillaje ni anestesia. Del pasado de Julio sabemos muy poco: que era profesor, que tiene una madre que él quiere traer por un tiempo y poco más. Cuando le preguntan, de hecho, si es casado o soltero, su silencio se hace mucho más pesado que en todo el resto de la película.

Ulises -mucho título para una obra sin tanto tonelaje- no es exactamente una aproximación al fenómeno de la inmigración peruana. Ese es el telón de fondo, pero la cinta califica poco como sociología. El solo hecho de encargarle el rol protagónico a un actor argentino, cuyo acento fue neutralizado a correazos, impide tomarla muy en serio por ahí. Jorge Román (el intérprete de El bonaerense, la notable realización de Pablo Trappero) es un muy buen actor, pero no es peruano. Una cosa es neutralizar el tono de un argentino, pero otra muy distinta es escuchar a un limeño. No importa: el verdadero tema de la cinta es el desarraigo. El desarraigo y lo que pareciera ser el derrumbe de las ilusiones asociadas casi siempre a las aventuras migratorias.

Si el cine es un discurso que debe ser articulado a partir de la capacidad de observación y de los detalles, Ulises es una película rara y que tiene bastante que decir. De partida, la historia, que comienza con el protagonista sangrando y recuperándose en plena calle luego de haber sufrido un asalto, demuele una y otra vez la tentación de ser un acta acerca de los niveles de discriminación social y étnica de nuestra sociedad. La narración descarta ese enfoque y prefiere más bien el punto de vista de su protagonista. El tema de la discriminación está presente (en algún momento dice provenir del "interior", cuando le preguntan sobre su origen), pero no es el que divide las aguas. Bastante mayor incidencia tienen los ambientes, las calles del Santiago céntrico y nocturno que recorre, la relación que establece con la joven de una disquería, el albergue donde pasa algunas noches, sus primeras experiencias operando carne y manguereando suelos en el matadero. Para una cinta que no tiene clímax, porque simplemente no quiere tenerlo si eso significa traicionar a su protagonista o abdicar de su coherencia moral como relato, la escena que dirime y cataliza las tensiones acumuladas es el momento en que Julio, cubierto por una manta en un frío y hermoso amanecer santiaguino, desde la terraza del edificio donde está viviendo, se derrumba. Tiene su departamento, ha conseguido un trabajo, sus expectativas están mejorando, ha puesto en orden sus papeles. Sin embargo, pareciera no tener muchos motivos para celebrar. La cinta no indaga mucho más. Pero deja planteada la incógnita que cada cual podrá responder y responderse en función de lo que vio y procesó.
La realidad casi nunca es unívoca. El cine que inspira más respeto, el cine de más larga vida, tampoco.

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