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Que se quede el infinito sin estrellas...‏

Que se quede el infinito sin estrellas
por Gustavo Santander 
Diario El Mercurio, Martes 23 de Agosto de 2011



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Cuando era niño viví en una casa donde se escuchaban muchos boleros, por lo que mi primer enfrentamiento con el amor fue desgarrador. Mi abuela, que vivió con nosotros hasta que su mente dejó de tener recuerdos, me los hacía escuchar todo el tiempo, cantándolos, tarareándolos, silbándolos. Llenando así mis primeros años con estas melodías de amores destructivos “nos hemos hecho tanto tanto daño”, de amores suicidas “arráncame la vida con el último beso”, de amores encadenados en niveles inimaginables “mi suerte necesita de tu suerte y tú me necesitas mucho más”, de amores con tintes paranormales “espérame en el cielo corazón si es que te vas primero”, de amores masoquistas “volver es empezar a atormentarnos, a querernos para odiarnos”, de amores generosos “en vez de maldecirte con justo encono, en mi sueños te colmo de bendiciones” pero, ante todo, historias de amores como no hay otro igual, que nos hizo comprender todo el bien y todo el mal.
Mi abuela escuchaba esta infinidad de declaraciones amatorias con la emoción de quien ha vivido alguna de ellas en algún momento de su existencia y no me cabe duda que así fue pues era una mujer pasional y un poco adelantada, que me enseñó que la vida es un carrusel de emociones y que ahí residía el gusto de recorrer este camino. Pero ¿quién no se ha sentido representado alguna vez en su vida por una letra de bolero? ¿Acaso no nos hemos enamorado de alguien que no nos toma en cuenta y hemos sufrido “la inmensa pena de su extravío”?¿Es posible sobrevivir sin enamorarnos, al menos una vez, con este nivel de intensidad? ¿Acaso no estaríamos incompletos si en nuestra vida solo hubiesen amores sobrios y contenidos? El despecho es el opio de los enamorados abandonados y el bolero es el mapa de ruta perfecto para recorrer esos caminos acaramelados que dividen peligrosamente lo dramático de lo patético, lo cursi de lo romántico.
Todo esto me ha venido a la cabeza en plena Ciudad de México, donde he recalado por trabajo, mientras tomo un tequila en el Piano Bar Siqueiros, famoso por ser uno de los favoritos de bohemios emblemáticos como Joaquín Sabina y García Márquez, y donde siempre quise venir. Esta noche la suerte me acompaña pues he coincidido con un especial de boleros a cargo de un cantante ya entrado en años que conserva una voz privilegiada y la elegancia de los crooner de antaño, con traje oscuro y pañuelo de seda en la solapa. Lo acompañan un contrabajista, un pianista y un guitarrista, pero ante todo, lo acompañamos casi un centenar de parroquianos que bebemos en la penumbra, seducidos por ese placer sadomasoquista de escuchar la desgracia ajena y acordarnos de las propias. Hay algo en los boleros que los convierten en una conversación desgarrada entre dos seres que parecen quemarse en medio de una marea de pasiones. Y aunque nos sigan pareciendo cursis o excesivamente melosos, los boleros seguirán siendo el reflejo de nuestras esperanzas, miserias o fracasos sentimentales. Me costará encontrar a un despechado que no haga un brindis consigo mismo al escuchar una línea que refleje ese “dolor profundo de tu partida” ni a un enamorado que no vea como inolvidable a esa mujer que lo ha enloquecido. Porque quizás lo más perdurable del amor esté en su faceta más efímera e inicial, esa que nos deja en un estado febril, desde donde emerge nuestro ser más cursi, más endemoniadamente dulzón, y regalamos peluches, chocolates o cartas azucaradas. El poeta portugués Fernando Pessoa decía “todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fuesen ridículas” y es probable que tenga razón.
Delante mío hay una pareja mayor, de unos sesenta años, que se toman las manos y se acarician elegantemente, y al verlos me pregunto si hay amores que se pueden mantener frescos tantos años o será que ellos dos, al igual que muchos de los que poblamos este lugar, se han encontrado hace poco tiempo, quizás hace pocas noches y están en pleno descubrimiento uno del otro, como ciegos que buscan su camino en la oscuridad.

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