La credibilidad de un gobierno está basada en el compromiso de honor con sus deudas. Como resultado del drama de las últimas semanas, ese compromiso crucial está siendo erosionado en Occidente.
La lucha en Europa para mantener a Grecia dentro de la Eurozona y las bravuconadas en Estados Unidos respecto del techo de la deuda han colocado a los inversionistas en una incómoda decisión: ¿Deberían comprar la moneda que podría caer en default , o aquella que podría desintegrase?
Al inicio de la crisis económica, los líderes de Occidente hicieron un trabajo razonable para resolver un lío que sólo en parte fue de su responsabilidad. Ahora los políticos se han convertido en el problema. Tanto en Estados Unidos como en Europa, están mostrando el tipo de comportamiento que podría llevar a una estanflación. Los líderes occidentales no quieren tomar decisiones complicadas, y todos -los mercados, los líderes del mundo emergente, los bancos, incluso los votantes- lo saben.
Es una muestra de cómo las bajas expectativas han hundido el rescate parcial de Grecia que fue recibido con alivio. Justo cuando The Economist se fue a imprenta aún no estaba claro en qué términos el límite de la deuda de Estados Unidos será incrementado, y por cuánto tiempo. Incluso si la crisis actual amaina o es evitada, el peligro real persiste: que el sistema político occidental no pueda tomar las decisiones difíciles que se necesitan para recuperarse de una crisis y prosperar en los años que siguen.
El mundo ha visto esto antes. Dos décadas atrás, la burbuja de la economía japonesa estalló; desde entonces sus líderes no han reaccionado. Los años de parálisis política han hecho más daño a Japón que los excesos económicos de los 80. Su economía apenas ha crecido y su influencia regional se ha debilitado. Como proporción del PIB, su deuda pública bruta es la más alta del mundo, el doble que la de Estados Unidos y casi dos veces la de Italia. Si algo similar pudiera ocurrir a sus camaradas de Estados Unidos y Europa, las consecuencias serían mucho más profundas.
Aunque se trata de deuda, los argumentos en Europa y EstadosUnidos tienen orígenes diferentes. La crisis del euro ha desatado, entre los inversionistas, genuinas dudas sobre la solvencia de varios países de la zona euro. Por el contrario, el asunto en Washington es una creación política.
Incrementar el sobregiro de Estados Unidos más allá de US$ 14,3 billones (millones de millones) debería haber sido relativamente simple. Pero los congresistas republicanos han usado esto de manera imprudente, como herramienta política para avergonzar a Barack Obama.
Las semejanzas entre los dramas de Estados Unidos y Europa yacen en la negativa de los protagonistas para enfrentar la realidad. Los políticos europeos, liderados por Angela Merkel, han llegado al absurdo de evitar admitir dos verdades: que Grecia está reventada, y que los europeos del norte (en particular los ahorrativos alemanes de Merkel) terminarán pagando buena parte de la cuenta, ya sea transfiriendo dinero al sur o rescatando a sus propios bancos.
Ellos han fracasado en asumir una reestructuración seria: el actual paquete de rescate reduce la deuda griega, pero no al punto necesario para dar una verdadera posibilidad de recuperación. Así, Grecia y quizás otros países de la periferia europea necesitarán, tarde o temprano, otro rescate. Tal como en Japón, los políticos han fallado en hacer la labor estructural y las reformas de productividad esenciales para impulsar el crecimiento.
Si este acuerdo genera una unión fiscal dentro de Europa no será debido a que Merkel y sus pares tomaron una decisión audaz, estratégica y transparente para crearla, sino porque huyeron de formas de pánico más inmediatas.
El debate de la deuda de Estados Unidos cada vez más toma una forma kabuki. Su problema fiscal no es ahora -debería gastar más para impulsar la economía- sino que en el mediano plazo. Su sistema tributario absurdamente complicado recauda muy poco y el envejecimiento de sus baby-boomers impulsará sus generosos programas de bienestar a la bancarrota.
Obama estableció una comisión para examinar este problema, pero ignoró sus conclusiones más sensatas. El Presidente también se aferró demasiado tiempo a la ficción de que el déficit podría ser tapado aplicando impuestos a los más ricos: incluso gastó parte de la cadena nacional que dio la semana pasada atacando a los más acaudalados, a pesar de que los demócratas ya han retirado propuestas para tales incrementos.
Sin embargo, Obama y su partido aparecen como modelos de estadistas comparados con sus oponentes republicanos. Alguna vez la derecha de Estados Unidos guió al mundo cuando logró reformular el gobierno; ahora es un pigmeo intelectual. El deseo de aplastar al Leviatán es admirable, pero los tea-parties viven en un mundo de fantasía, en donde los déficits pueden ser reducidos sin incrementos de impuestos. Incluso los intentos de Obama por remover resquicios de la normativa tributaria provocan que los fanáticos entren en un paroxismo de rabia.
Nuestra visión de lo que Occidente debería hacer será dolorosamente familiar para nuestros lectores. Los políticos europeos necesitan implementar no sólo una seria reestructuración en la deuda de sus países periféricos sino también profundas reformas en sus economías, para extinguir el amiguismo, la corrupción y todas las ineficiencias que afectan su crecimiento. Los demócratas de Estados Unidos necesitan aceptar los recortes de beneficios y los republicanos, los mayores impuestos.
Los políticos japoneses han tenido incontables oportunidades para cambiar el curso de las cosas, y mientras más se demoren en hacerlo, más difícil será. Sus pares en Occidente deberían prestar atención a este ejemplo.
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