Finales | ||
Diario El Mercurio, Revista Ya Martes 2 de agosto de 2011 Hay historias que, como los finales de algunas películas, son predecibles. Quizás por eso no me sorprendió que el sábado pasado, mientras almorzaba con Antonia, llegara la noticia de que Amy Winehouse había sido encontrada muerta en su casa. "Yo sabía que se iba a morir pronto", me dice ella, haciendo una mueca de resignación, sin pensar en nuestros propios desenlaces predecibles, aquellos finales que conocíamos por adelantado. Así fue la historia de una amiga española, a quien le parecía imposible dejar al hombre con el que dormía hace casi una década. "Durante meses me acosté pensando: lo tengo que dejar, pero llegaba una noche más, y yo seguía a su lado" me decía. Ambos madrileños, se habían conocido en la universidad y se gustaron desde que tenían veintipocos. En esa época eran tantas las cosas que los unían que ya habían perdido la cuenta. Se enamoraron, se fueron de sus casas, durmieron en sillones de amigos y luego, a principios de los noventa, llegaron -como muchos jóvenes con poco dinero- al barrio de Lavapiés, donde arrendaron un pequeño departamento en el centro de Madrid. Para cuando ambos comenzaban sus treintas, ella le sacaba mucha ventaja: terminó la carrera con excelencia, trabajaba en más de dos lugares para llegar a fin de mes con un dinero suficiente para mantener la casa y trataba de relacionarse con gente que pudiera ser su trampolín laboral y llegar a trabajar en lo que más le gustaba: el mundo literario. Él, por su lado, encontró en la queja y el lamento la mejor forma de argumentar su falta de ganas por hacer algo en la vida: sentía que no podía aceptar trabajos que no estuvieran a su altura (casi todos los que le ofrecían no lo estaban) y pasaba los días refunfuñando sobre lo injusto que era el mundo, que le daba oportunidades a un tropel de mediocres y a él, que evidentemente los superaba, lo dejaba fuera del sistema. Mientras tanto, ella se rompía el lomo alternando labores en tres lugares distintos, en pegas para las que -y en su caso sí era cierto- estaba sobrecalificada, con tal de mantener el equilibrio económico familiar. Luego de varios años sintiéndose culpable porque su marido no encontraba lo que buscaba, ella se comenzó a aburrir de esa situación. "Hasta que llegó una noche en que supe que sería mi última noche con él", me confesó un día frente a un café. Había llegado como de costumbre a las nueve de la noche a prepararle la cena, cansada de correr de un lado a otro. Él la recibió, como casi todas las noches, en bata y calzoncillos, sentado en el sillón viendo un programa de concursos. La saludó desde ahí, sin siquiera levantarse, y cuando le avisaron que la comida estaba servida, se sentó a la mesa y armó un berrinche porque no había pan. "¡Acaso no pudiste pasar a comprar pan!", le gritó sin percatarse que esa pregunta calzaba perfecto para él. Ella no supo siquiera qué responder, lavó la loza y se acostó como se le había hecho costumbre últimamente: al filo de su lado en la cama, como si se quisiera caer. Por alguna razón no era capaz de enfrentarlo, de decirle que era un imbécil insensible y holgazán, que agradeciera que aún lo creían capacitado para algunos trabajos y que dejara de pensar que era una suerte de genio incomprendido. No entendía por qué, pero nunca le pudo decir eso. Así es que pasó despierta casi toda la noche, se levantó al amanecer, se vistió y, desde la puerta, lo vio dormir por última vez. Nunca más regresó a ese lugar. Se llevó todo el dinero que había podido ahorrar y que tenía escondido en uno de sus cajones y asumió regalarle las pocas cosas que habían almacenado. Tiempo después se encontraron para concretar los trámites de divorcio y al verlo solo pudo sentir lástima, pero por ella, por haber sido incapaz de tomar esa decisión antes y desperdiciar menos tiempo en su vida. "Yo sabía que eso terminaría así", me dijo en esa misma ocasión. "Me engaño a mí misma, como sabía que lo iba a hacer" cantaba esta chica judía de pestañas postizas y peinado estilo The Ronettes, que no pudo cambiar el desenlace que ya todos conocíamos, porque a veces la sola conciencia de estar en el infierno no nos faculta para salir de él sin quemarnos. |
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