El tonto y el chincol

El tonto y el chincol
Roberto Merino
[Diario Las Últimas Noticias, Domingo 16 de octubre de 2005]


A veces me da la sensación de que me estoy poniendo tonto.

Se me van los días muy rápido,
y no alcanzo a hacer uno con todos ellos.

No tengo, en este lapso, ningún pensamiento
digno de ser endilgado a los lectores,
y mi vida psíquica se restringe
al vaciamiento permanente de piezas inconexas.

Alguien me llama al celular a las doce de la noche
y se me ocurre que es la alarma matinal,
y hago el ademán de levantarme.

Veo, al pasar por una plaza,
las sombras de unas matas sobre el pavimento
y creo ser abducido por el fondo de mi infancia,
pero no sé explicar por qué.

A veces, también,
me parece que en la vida social
ejecuto una pantomima automática,
los "meros disparates de la gentileza"
de los que hablaba Henry James.

Bukowski le dedica un poema
a los tipos que en su barrio de niño
eran considerados tontos.

Para él había un misterio
en la serenidad
que demostraban estas personas
para pasar el tiempo,
veía en ellos una condición deseable.

Me acordé de esto el domingo en la tarde,
sentado en el banco de un parque vacío,
mientras trataba de entablar contacto
con un chincol mediante silbidos absurdos.

Era evidente que el diminuto pájaro,
saltando de un lado para otro,
no tenía cómo entender
mi improvisada jerigonza melódica,
que se podría haber traducido como:
"Estimado chincol,
ya que estamos ambos solos en este lugar,
y aparentemente un poco perdidos,
y considerando que jamás vamos a poder
sostener una comunicación compleja,
efectuemos al menos un saludo de reconocimiento".

Sé que la situación narrada es risible,
pero no me avergüenza.

Simplemente creo estar siendo sincero
al dar cuenta de ella sin mayores decoraciones.

Si buscara adornarme a mí mismo
podría haber concluido que, como Keats,
fui por un momento el pájaro picoteando la gravilla,
pero esto sería una flagrante y literaria mentira.

De la mañana a la noche lucho
contra dos fuerzas antagónicas:
 la tendencia a la disolución
y la tendencia a la impostura.

Si dejara avanzar a la primera,
terminaría como una ameba sonriente,
flotando en el amnios del encierro doméstico,
a la deriva de una especie de olvido mutuo con el mundo;
si triunfara la segunda, quedaría convertido en palitroque eléctrico,
en conferenciante, en rey del karaoke,
en árbitro de la elegancia, en cazador de recompensas.

Es tarde, en el televisor sonríe despidiéndose
la conductora del noticiero de trasnoche.

A esta hora ya tiene el pelo un poco sucio,
evidenciándose el teñido.

Antes de irse dice que Harold Pinter
ganó el Nobel de literatura.

El nombre de Pinter me queda gravitando,
trato de reconstruir los diálogos filudos
y el delirio angustiante de "El cuidador"
y las escenas tormentosas de "El sirviente",
esa película de la que fue guionista
y en la cual Dirk Bogarde
transita del servilismo a la tiranía emocional.

Y me acuerdo también de un sueño de Pinter:
unos mellizos le incendiaron su casa,
él los busca furiosamente por toda la ciudad
y al final los encuentra en una covacha.

Aquí viene lo raro:
en vez de increparlos
termina extendiéndoles un cheque.

¿Qué hará la niña de las noticias
al desconectarse los micrófonos
y al apagarse las cámaras?

Caminará por un pasillo desierto,
bajará en ascensor al estacionamiento del canal,
saldrá en su auto, cruzará las avenidas yodadas por la luz,
se detendrá en un par de semáforos insomnes,
observará cómo se mueve el follaje de unos árboles altos,
pasará por un puente,
mirará el reflejo de unos letreros luminosos en el río,
ingresará a unos suburbios con olor a pasto,
traspondrá un portón corredizo,
otro estacionamiento, otro ascensor, otro pasillo.

De algún modo, si se piensa bien,
la lectora de noticias es en este contexto
equivalente al chincol huidizo.

Es decir, compañía en estado puro,
una imagen proveniente de una realidad lejana
que hace el amago de intersectar con la propia,
pero con la cual la proximidad es improbable.

Cada uno, con distinguida amabilidad,
permanece en la esfera que la vida le ha conferido,
tratando de armar explicaciones, de hilvanar ideas,
de justificar recuerdos, de confiar
en que lo que venga después
sea la mañana siguiente
y no el aullido de la cuarta dimensión.

Yo, por mi parte, dormiré.
Es justo que lo haga.

Me despediré de mí mismo
como si estuviera cerrando las transmisiones
y comenzaré a acercarme a esa franja
en la cual lo objetivo y lo subjetivo
se confunden en una espuma común.

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