Tiempo variable

por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 15 de Julio de 2011http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/07/15/tiempo-variable.asp
 
Salgo de El Escorial y sus laberintos,
regreso a Francia y me compro un viejo libro,
la biografía de Francisco René de Chateaubriand, por André Maurois.
 
Leí biografías de André Maurois en mi adolescencia y después dejé de leerlas.
 
Fui en mi adolescencia a la galería del Teatro Municipal
a una conferencia de Maurois en vivo y en directo.
 
Quizá llegué a la conclusión, en algún recoveco mental,
de que no eran lecturas correctas, avanzadas,
dignas de un intelectual en ciernes.
 
Ahora tanta corrección me importa mucho menos.
No aspiro a ninguna clase de infalibilidad.
 
La vida de Francisco René de Chateaubriand,
el vizconde, fue un drama de fuerte,
contradictoria, apasionada, accidentada envergadura.
 
Le tocó vivir en todo el vendaval de la Revolución Francesa
y él fue aristócrata de provincia, sentimental, romántico,
eternamente enamorado, empobrecido,
lleno de ambiciones que a veces le hacían perder el juicio.
 
Tuvo cargos y encargos oficiales en Londres,
en Roma, en Berlín, en momentos de reflujo político.
 
Llegó a ser ministro de Asuntos Exteriores
y lo expulsaron de la noche a la mañana.
 
Además de ser legitimista en diversas épocas
—esto es, partidario de las monarquías tradicionales—
tuvo períodos de bonapartismo
y llegó a tratar con el Primer Cónsul
y después con el Emperador en diversas ocasiones.
 
No llegó a inspirarle verdadera confianza a Napoleón Primero,
y además criticó abiertamente algunos de sus excesos de autoritarismo,
pero Bonaparte, en cualquier caso, reconoció su talento
y en algunas circunstancias pareció protegerlo.
 
Me parece, en el balance de las cosas,
que el vizconde, ególatra, ensimismado, soñador,
se creía hombre de Estado y probablemente no lo era.
 
Conoció momentos de gloria ciudadana
y consiguió entusiasmar a parte de los jóvenes de su época,
pero caía en desgracia y salía de sus cargos de mala manera,
desprestigiado, sin tener dónde aterrizar,
con una mano por delante y otra por detrás.
 
En determinadas circunstancias,
no le quedó más remedio
que olvidarse de su orgullo
y pedirles ayuda económica
a las principales autoridades de su época.
 
Pidió y obtuvo, y cayó en desgracia repetidas veces.
 
Es probable que
sus únicas aliadas fieles y constantes
fueran algunas mujeres; entre ellas,
la extraordinaria Julieta Recamier,
la célebre madame Recamier.
 
Julieta lo acompañó hasta las últimas consecuencias;
se las arregló siempre, hasta el final de la vida, para vivir cerca de él.
 
Tomaban el té todas las tardes, en vajilla escogida,
salían de paseo por la orilla de lagos de Suiza y del norte de Italia,
y mantenían una correspondencia extraordinaria.
 
El, sin embargo, hasta el final, fue un enamorado picaflor.
 
Y el mejor escritor de la lengua francesa,
para muchos y hasta hoy mismo.
 
¿Cómo hablar de cosas tan viejas,
de las tiradas en prosa inspiradas,
líricas, de las Memorias de Ultratumba,
y no hablar del presente:
de las noticias de los soldados muertos en Afganistán,
de la crisis del euro, de los tropiezos
del Caballero Berlusconi, de esos temas?
 
La recepción de víspera del 14 de julio,
aniversario de la Toma de la Bastilla,
en el Ministerio de Defensa,
fue un homenaje a los caídos.
 
Los redobles de tambores y los sonidos de clarines,
en un día nuboso, que amenazaba con lluvia,
tuvieron una fuerza dramática estremecedora.
 
Estuve cerca de un adolescente
que lloraba a mares
la muerte de su padre
y que era consolado
por sus hermanos mayores
y algunos de sus tíos.
 
Dadas las circunstancias,
fue una recepción sobria, sin alcohol.
 
Y los fallecidos recibieron,
con la solemnidad del caso,
condecoraciones póstumas.
 
Al día siguiente asistí
en la tribuna de los diplomáticos
al desfile militar del 14 de julio.
 
Era un día de sol y de viento más bien fresco,
perfecto para ceremonias al aire libre.
Nos sientan por estricto orden de antigüedad en el cargo,
de manera que estaba al lado del embajador de Ucrania
y de la embajadora de la República Checa.
 
Al frente estaba mi colega ecuatoriano,
de sombrero de pita, y atrás mi amigo español
y la atractiva embajadora de Montenegro.
 
Parece una crónica social y no va más lejos que eso.
 
Pero algunos regimientos de caballería de tradición napoleónica,
con sus cascos de acero y sus penachos negros,
me hicieron pensar en mis lecturas recientes
de Chateaubriand, de Victor Hugo, de Stendhal.
 
Nosotros estábamos de espalda a la Plaza de la Concordia,
frente a la avenida de los Campos Elíseos y al lejano Arco de Triunfo.
 
Los regimientos de caballería
avanzaban al trote
y frente a nosotros se dividían.
 
Los jefes de cada destacamento de infantería
besaban la espada y la bajaban
en homenaje al Presidente de la República.
 
Las banderas de cada unidad
también eran bajadas
en señal de saludo y respeto.
 
Una líder de sectores ecologistas declaró después
que había que reemplazar el desfile militar tradicional
por un desfile ciudadano: niños de escuelas,
minorías diversas, personas de la tercera edad,
todos unidos, celebrando, quizá cantando.
 
¿Qué les parece a ustedes?
 
Sería una ronda al estilo
de algunos poemas de Gabriela Mistral,
pero no creo que consiga mayoría en el Parlamento.
 
A todo esto, me sale a flote un viejo recuerdo:
Tito Mundt aporreando una Underwood descalabrada
y escribiendo una crónica llena de motes del 14 de julio:
el desfile, las fiestas callejeras,
los bailes en los cuarteles de bomberos, entre guirnaldas.
 
El problema, el detalle que provocaba mi perplejidad,
era que Tito escribía esta crónica el día 13, en la víspera.
 
¿Y si en lugar de un día de primavera soleada
hay una mañana de lluvia y de truenos,
como ocurre de cuando en cuando en esta época?, le preguntaba.
 
¿Y quién se va a dar cuenta en Chile?, contestaba Tito, tan campante.
 
Para mí, la veracidad es un elemento esencial en el arte de la crónica.
 
Pero Tito, que andaba a la carrera, fue genio y figura hasta la tumba.
 
No estaba siempre de acuerdo con él,
pero lo recuerdo como un héroe
de las máquinas Underwood y de la letra impresa.
 
Y era un afrancesado hasta la médula de los huesos,
desde las canciones, las películas, los libros,
hasta el asfalto de París y las orillas del Sena.
 
Levanto, pues, una copa de vino rosado, provenzal, en honor suyo.

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